(Advertencia: oleada de spoilers a continuación)
El discurso más corto en la historia de los Premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos, que constó de un simple “merci!”, lo dio un escritor francés, Pierre Boulle (1912-1994), al obtener la estatuilla al mejor guion adaptado por El puente sobre el río Kwai (1957), pese a que él no escribió la adaptación pero sí la novela en 1952, basada en sus experiencias como combatiente francés en Indochina durante la Segunda Guerra Mundial. Boulle terminó recibiendo el premio porque a los guionistas originales, Michael Wilson y Carl Foreman, no se les permitió atender la ceremonia debido a sus simpatías comunistas, un pecado en pleno macartismo. Por cierto, el filme ganó como mejor película y también dio a Alec Guinness el premio al mejor actor como el inolvidable teniente coronel Nicholson.
En 1963 Boulle, en un giro total, publicó otra novela, la más atípica en su repertorio: una historia de ciencia ficción que llamó El planeta de los simios (La planète des singes). Al considerarla uno de sus trabajos más sosos, Boulle nunca se imaginó la recepción que tendría entre los guionistas de cine estadunidenses, en una época en que la situación en Vietnam invitaba a hablar de otras cosas, a mirar a las estrellas y hacerse de la vista gorda. No es coincidencia que en 1968, año revolucionario en muchos sentidos —desde el movimiento hippie hasta las oleadas de protestas mundiales y la Revolución Cultural china—, el cine estadunidense viera la aparición de cintas seminales, fantásticas y visionarias como 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick (escrita en paralelo con la novela de Arthur C. Clarke) o, desde luego, la adaptación de la novela de Boulle, El planeta de los simios. De hecho, ambas se estrenaron el mismo día en Estados Unidos, el 3 de abril de 1968. Y, en ambos casos, las versiones para la pantalla grande superaron a sus pares literarias.
La franquicia desatada por el filme original de El planeta de los simios fue algo inaudito. Se hicieron cuatro secuelas entre 1970 y 1973, dos series de televisión en los setentas, un cómic de Marvel, juguetes a granel, un ‘remake’ de Tim Burton en 2001 y una nueva trilogía iniciada en 2011. El mismo Boulle comenzó el borrador de un guion para la primera secuela, que se llamaría El planeta de los hombres, pero que al final no se utilizó.
La novela de Boulle no estaba contagiada de la obsesión estadunidense con la guerra, en especial la nuclear, como sí se ve en el filme y en sus cuatro secuelas. Los aditivos, las hipérboles de la cinta, dicen mucho sobre el entorno cultural estadunidense de la época. El libro era mucho más sencillo, con influencias muy claras, igual de sencillas. Seguramente Boulle leyó La guerra de las salamandras (Válka s mloky; 1936), de Karel Čapek, donde una especie de anfibios superdotados, cansados de la explotación, el colonialismo y el racismo, se rebelan contra los humanos; al final, según atisba el narrador, las salamandras dominarán el planeta y se comportarán como humanos —es decir: explotarán a éstos como mano de obra, de manera inversa a lo que ocurría en los primeros capítulos, y guerrearán entre sí, extinguiéndose en el acto—. Otras influencias, más directas, fueron sin duda el cuento Living Fossil (1939) de Lyon Sprague de Camp, Genus Homo (1941), también de Sprague de Camp y Peter Schuyler Miller —donde ya hay simios que dominan el planeta en el futuro y esclavizan humanos—, y Les animaux dénaturés (1952) de Jean Bruller “Vercors”.
En la novela de Boulle los primates hablan, poseen las armas (de fuego), hacen las leyes y explotan a los humanos —éstos no pueden hablar, característica de su primitivismo, lo cual se acentúa como tributo en la más reciente joya de la familia simiocinematográfica, War for the Planet of the Apes (Matt Reeves, 2017)—, además de dominar un planeta desconocido pero similar a la Tierra. En la jerarquía simia los gorilas son los militares, los orangutanes fungen como legisladores conservadores y los chimpancés, más liberales, constituyen el vulgo y la intelectualidad. Los humanos son lo más bajo en la cadena evolutiva, esclavos con correa. A este planeta llegan hombres del siglo XXVI en una nave espacial, hechos prisioneros a su vez por los simios. Hasta ahí, la trama es la misma en la novela y en el filme.
La película, no obstante, va más allá, de la mano del contexto estadunidense de la segunda mitad de los sesenta. Mientras que el protagonista de Boulle, Ulysse Mérou, un Odiseo futurista y cósmico, “vence” a la sociedad simia en cuanto ésta lo protege y lo trata como igual —no sin que antes hayan matado a uno de sus compañeros y enviado a otro al “zoológico”—, en la cinta George Taylor (Charlton Heston) llega a ser tan violento y egoísta como los simios de quienes escapa —e incluso peor que ellos—. Mérou puede convencer con su oratoria a los simios de que lo dejen vivir e incluso de que lo incorporen a la sociedad; en la cinta, cuando Taylor habla por primera vez, lo hace con insultos: “¡Quítame tus apestosas garras de encima, maldito simio sucio!”. De alguna manera, en ello hay una señal de que Taylor viene corrompido por la sociedad estadunidense de los sesenta —incluso hay un gesto hacia la lucha por los derechos civiles, con la incorporación de un actor afroamericano como compañero de Taylor—, la cual no concibe a un simio (o a un vietnamita) como algo por encima del ser humano (o del ser estadunidense). Es interesante que, en contraste, la primera palabra pronunciada por un simio en el filme es “¡Sonrían!”, mientras los soldados gorilas se toman una foto junto a su presa humana. En la segunda parte, Beneath the Planet of the Apes (Ted Post,1970), ya habrá chimpancés que protestan contra la guerra que los gorilas quieren hacer a humanos mutantes. La huella de Vietnam era imborrable.
El propio Taylor se vuelve cada vez más agresivo contra sus propios amigos chimpancés, los doctores Cornelius y Zira, y más machista en su trato a Nova, su “hembra” (el feminismo tendrá problemas con eso durante toda la película, aunque esto ya se asomaba en la novela). Por si no fuera poco, Taylor exige que le den un rifle para sentirse seguro aunque Cornelius le dice que “no es necesario”. La ironía es evidente: Heston fue presidente de la Asociación Nacional del Rifle de EUA (1998-2003); además, en su cameo en la cinta de Burton (2001), Heston es un viejo simio patriarca que muere empuñando una pistola —algo desconocido para los simios en esa versión al ser un artefacto confinado al salvajismo humano del pasado—.
Esa diferencia, el habla, lo que distingue al humano del animal, marca la división también entre Mérou y Taylor hacia dos tipos distintos de “humanización”, de la dualidad que representa, literalmente, ser humano. El primero se humaniza conforme se integra a la sociedad civilizada de los simios, mientras que el segundo lo hace en sentido contrario, al volverse “salvaje” no solamente frente a los simios, sino en sí mismo. En ese tenor la película es más cruda de entrada, y a Taylor le costará muy caro al final, al caer en la cuenta de que esa parte “salvaje” de la humanidad, de la cual él quiso escapar al emprender un viaje intergaláctico, lo llevó de vuelta a un salvajismo multiplicado.
El icónico final es la llave maestra y broche de oro del filme, que corona esa noción del humano salvaje. Tan impactante fue en su momento que incluso la última imagen se reproduce en la portada del DVD y Blu-Ray, algo bastante innecesario porque le destruye la trama a quien no lo ha visto. Taylor, escapando de los simios, se encuentra postrado ante una Estatua de la Libertad en ruinas, dándose cuenta de que regresó a la Tierra en un futuro posnuclear que sepultó a la mayoría de los humanos. Sus insultos frenéticos se dirigen ya no contra los primates, sino contra su propia raza: “Finalmente lo hicimos de verdad. ¡Maniacos! ¡Volaron todo! ¡Malditos! ¡Váyanse todos al infierno!”. Pocos finales en la historia del cine pueden ser tan fascinantes; hay que agradecer a los guionistas que éste no tenga nada que ver con el de la novela, donde Mérou regresa a la Tierra para toparse con que está dominada por simios —idea que tomó Burton para el final de su versión en 2001, lo que no fue bien recibido—.
El planeta de los simios, la cinta original, representa una combinación de logros que producen una experiencia sensorial única en su tipo. Quien esté acostumbrado a la “acción” de las películas actuales no captará la irrupción revolucionaria de esta cinta —y acaso la tildará de “ridícula”—. Las tomas áreas del estrellamiento de la nave espacial no le piden nada a Dunkirk (Leon Shamroy, fotógrafo principal, tiene el récord de más nominaciones al Óscar por cinematografía). La música vanguardista salida de la mente de Jerry Goldsmith complementa la cinta con sus onomatopeyas, sus espléndidas notas graves en el piano y ruidos extravagantes, acendrando el dilema primitivista de la historia. El guion adaptado del comunista Wilson —por fortuna perdonado en 1964— y de Rod Serling supera a la novela por mucho en sus mejores momentos. La dirección de Franklin J. Schaffner (quien dos años después dirigirá la impecable Patton) crea un contexto inteligente para el desarrollo de los personajes. Incluso el maquillaje era algo totalmente revolucionario para la época.
Además de esta confluencia de esfuerzos, acaso lo más interesante sea el dejo filosófico de la narrativa, mucho más acentuado que en la novela de Boulle. Son los diálogos y monólogos lo que produce ese algo más que se destila en toda la película. Desde el principio, mientras mira a las estrellas en su nave espacial, Taylor, quien deja el siglo XX “sin ningún remordimiento”, se pregunta desde el futuro si el ser humano, “esa maravilla del universo, esa gloriosa paradoja que me ha enviado a las estrellas, aún hace la guerra a su hermano, si aún mantiene al hijo de su vecino muriendo de hambre”. El tráiler original comienza con otra frase de Taylor, reproducido más tarde en la película, advirtiendo que “en algún lado del Universo debe haber algo mejor que el hombre…”. Se trata de la antítesis del Taylor del final: el que maltrata y humilla a sus amigos chimpancés, se lleva en su caballo a la mujer indefensa y se impone por la fuerza a la sociedad simia.
Al contar con estos recursos extraordinarios —literarios, filosóficos, musicales, visuales—, todo lo que a ojos de un espectador en 2017 parecería ridículo en El planeta de los simios pasa a ser algo secundario. Me refiero a los besos entre simios, que son dos bocas de plástico chocando (debajo de las cuales, por cierto, se puede ver la boca de los actores); la terriblemente “primitiva” (de bajo presupuesto, mejor dicho, para no confundir) ciudad simia, para la que el productor Arthur P. Jacobs no contó con mucho dinero, contrario a la desarrollada civilización de los primates en la novela de Boulle. Incluso la pésima actuación de los simios que se toman la foto junto a su presa humana o de otros cuantos.
De esa forma, a pesar de estos deslices menores, El planeta de los simios, hoy considerada un clásico, no tuvo dificultades en abrirse paso en su tiempo entre los prejuicios que aún antes de ese 3 de abril de 1968 persistían hacia el cine de ciencia ficción. De hecho, contribuyó enormemente a dejarlos de lado, de cara a la siguiente década.