Women Talking (Ellas Hablan) de Sarah Polley es la historia, basada en hechos reales y en una novela del mismo nombre, de un grupo de mujeres de una comunidad menonita que debe enfrentarse a la decisión de perdonar y quedarse, quedarse y pelear, o irse. Se encuentran en esta disyuntiva tras una serie de violaciones cometidas por los hombres del pueblo, quienes les hacen creer que se trata de Satanás, espíritus o demonios. Dos niñas descubren que no es el caso cuando ven a un hombre salir de una habitación, bajar por la ventana y huir. Los hombres, además de engañarlas, les inyectaban tranquilizante de vaca para mantenerlas inconscientes hasta la mañana siguiente. Los culpables son encarcelados y todos los hombres de la comunidad los acompañan para pagar su fianza y liberarlos. Cuando los hombres se van, las mujeres votan colectivamente por tres opciones: perdonar y quedarse, quedarse y luchar, o irse. Tras un empate en la votación, eligen a mujeres de tres familias para que tomen la decisión. El debate que sigue es el centro de la película.
Las mujeres discuten sobre las distintas opciones, algunas abandonan el debate, aunque, como queda claro más adelante realmente no hay posiciones discordantes u opuestas. De alguna forma, todo se reduce a quedarse o irse, y eventualmente eligen irse y formar su propia comunidad. Quizá la mayor debilidad de la película es que se describe a sí misma como un ejercicio de “imaginación femenina” y al contrario, no parece ser muy imaginativa, sino realista. Incluso los diálogos se sienten poco imaginados, no son artificios que permitan decir algo más, sino expresiones muy directas de rabia, tristeza, injusticia. La metáfora de los caballos es linda, pero un poco sosa. Un personaje la usa para señalar que el miedo a lo inmediato no nos permite guardar la calma y ver un poco más adelante en el camino. Si fija su vista en la distancia es capaz de mantener las riendas, mientras que si presta atención a los detalles del camino pierde control de las riendas y de los caballos. Women Talking no destaca por lo que las mujeres dicen o discuten, que es bastante simple, sino por otros elementos de la película: la actuación de Rooney Mara, Ona, pues su personaje, una mujer que resulta embarazada a raíz de la violación, ofrece cierto misterio y profunidad; las mujeres mayores —Agata (Judith Ivey) y Greta (Sheila McCarthy)—, que ofrecen matices y sabiduría en sus actuaciones.
Es una película que vale la pena por todo lo que está implícito: se plantea que el mal sigue su curso y existe sin que nadie tenga respuestas claras: ¿por qué?, ¿cómo? Nadie sabe qué llevó a los hombres a hacer eso y viven en un sistema en el que parece inútil pensar que habrá justicia, cambio, o respuestas incluso. La decisión que toman, irse, parece poca cosa pero no lo es. Quizá no haya acto más grande de sabiduría ni peso más grande para la conciencia que entender que el cambio no es posible. Los hombres que amaron no cambiarán, las violaron, lastimaron y engañaron y la única opción realista, que es la más dolorosa e importante, es irse. El contenido de la discusión es irrelevante, no hay mucho que decir, porque los hombres no dejaron muchas alternativas. Sin embargo, ese ejercicio de reflexión, incluso en la desolación, esa conciencia superior que permite a las mujeres elegir ser mejores, partir de ese mal, es una reivindicación necesaria y justa. Porque las mujeres de la película no tienen que elaborar largos panfletos filosóficos, ni convencerse unas a otras, ni estar diametralmente en desacuerdo, su tarea es mucho más compleja, es estar conscientes y despiertas en una realidad inescapable, injustificable, en la que no caben monstruos ni espirítus, que darían menos miedo que aquello a lo que ellas se enfrentan con los ojos abiertos: la monstruosidad de los hombres que aman.