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Reseña
El misterio de silver lake
por Pablo Andrade

16 de julio de 2019

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La nueva película del director David Robert Mitchell —muy conocido por su filme de terror It Follows (2015)— es tan abigarrada que produce sensaciones extrañas en el espectador. Al principio uno abandona la sala de cine sintiéndose confundido, incluso timado por la extravagancia que acaba de ver; pero conforme pasa el tiempo y la película va impregnándose en el subconsciente se vuelve más disfrutable precisamente por sus elementos descaradamente surrealistas e intrigantes. Las imágenes de Under the Silver Lake —título original de la película—que incluyen ardillas destripadas que caen del cielo, humanoides que acechan en la oscuridad, mujeres con cabezas de búho y asesinos seriales de mascotas, se quedan en la cabeza para bien o para mal por varios días.  

La historia es sobre Sam (Andrew Garfield), un desempleado treintañero que pasa las tardes en su departamento de Los Ángeles —no el glamuroso, sino el popular— del cual están a punto de correr por no pagar la renta. Entregado a la depresión, Sam se dedica a tomar alcohol, comer comida chatarra y a su afición favorita: espiar a sus vecinas con binoculares. Una tarde una nueva residente del condominio llama su atención: se trata de Sarah (Riley Keough), una rubia de la que se enamora al instante y con quien pasa una tarde fumando marihuana y viendo televisión. Al día siguiente Sarah desaparece misteriosamente, hecho que lleva a Sam a iniciar una búsqueda de tintes detectivescos por todos los estratos y barrios de “la ciudad de las estrellas”. Con cada paso, Sam irá descubriendo elementos más perturbadores de la sociedad angelina y, sobre todo, de la cultura pop encumbrada por productores musicales, disqueras, reality shows, pasarelas de moda y por ese nicho llamado Hollywood. Esta esencia noir es repentimante trastocada por elementos surrealistas que empiezan a aparecer con más fuerza mientras la película avanza. Así, Sam va enfrentándose a situaciones y personajes siniestros que lo llevan a la revelación más perturbadora de la cinta: la existencia de una sociedad secreta conformada por la gente rica de Los Ángeles, quienes controlan a la población mundial a través de mensajes subliminales incrustados en todos los productos culturales: desde cajas de cereal, hasta letras de canciones y, por supuesto, películas.

 

Me voy a permitir describir una escena importante de la película: después de obtener la pista de una prostituta aspirante a actriz, Sam llega a la misteriosa mansión de un compositor en busca de respuestas relacionadas con la misteriosa sociedad secreta. Este compositor, que parece tener muchos siglos de edad, le revela que no hay nada que hacer contra los planes de los amos del mundo, toda vez que estos han creado un sistema de control del que nadie puede escapar. Le dice que toda la música con la que él creció, aquella que constituye la parte más íntima de la educación emocional de Sam, el “soundtrack de su vida”, toda fue compuesta entre las lujosas pero siniestras paredes de su mansión. Habla incluso de haber creado las más famosas partituras de Beethoven y Mozart; pero también, los éxitos de Nirvana, los Backstreet Boys, Britney Spears, entre otros. Sam, profundamente afectado, escucha la terrible verdad: absolutamente ningún ser humano que se haya formado escuchando las canciones de ese “compositor universal”posee una personalidad; todos los individuos son forjados iguales para servir a los intereses de los amos. Después de esto, Sam destruye el cráneo del compositor con una supuesta guitarra de Kurt Cobain en una escena ultraviolenta. 

 

Escenas como la anterior se van sucediendo, de manera cada vez más extraña, hasta llegar al final de la cinta en el cual Sam se entera de que Sarah, la misteriosa rubia de la que se enamoró, forma parte del complot de los hombres blancos heterosexuales de media edad que rigen a Hollywood y, desesperanzadoramente, al mundo. 

 

El lenguaje visual del director ayuda a construir esta atmósfera opresiva y paranoica. Frecuentemente la cámara toma el punto de vista de “algo” que sigue a Sam en sus investigaciones. Este tratamiento visual es utilizado frecuentemente en la primera mitad de la cinta aunque hacia el final la narración intenta ser más convencional para unir los cabos sueltos. Sin embargo, la semilla está sembrada: para cuando la película llega a pasajes menos surrealistas uno se siente paranoicamente perseguido por “algo” que no sabe identificar.

Cuando salí del cine no sabía exactamente cómo sentirme. Una mezcla de sensaciones me acompañaba a cada paso. Por un instante pensé que la cinta había sido demasiado rara como para tomarla en serio y decididamente dejé pensar en ella. Pocos instantes después, aun en la plaza comercial, llegué a una tienda de Miniso en la que un grupo de gente compraba osos de peluche producidos en masa y me di cuenta que en los escaparates exhibían el mismo producto sin variación alguna. El mismo oso de peluche, una y otra vez. Caminé hacia la salida cuando percibí que en los altavoces de la plaza sonaba la canción de Ariana Grande que había escuchado en la radio del taxi cuando venía de camino al cine. En aquel momento el filme que acababa de ver cobró un cariz escalofriantemente realista. Sorprendido, llegué a la conclusión de que la realidad que vivimos cotidianamente, esa que nos espera afuera de las salas de cine, no es menos enrarecida y prefabricada que la de El misterio de Silver Lake.

El autor forma parte del equipo editorial de CINEMATÓGRAFO.

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