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Reseña
 Trainspotting 2

por Rainer Matos

4 de abril de 2017

Durante casi dos décadas se barajó la posibilidad de producir una secuela de la película Trainspotting (Danny Boyle, Reino Unido, 1996), especialmente desde que, en 2002, Irvine Welsh publicó Porno, la continuación de su novela Trainspotting (1992), base del filme homónimo. Finalmente, veinte años después, Boyle se decidió a convocar a los mismos actores en los mismos sets —las sucias calles y los lúgubres bares de Edimburgo— y con el mismo nombre: Trainspotting, seguido de un icónico número 2.

Ni siquiera había necesidad de cambiar el título de la secuela: Trainspotting 2 comienza exactamente donde acabó la primera. De hecho, recrea momentos exactos de su predecesora (ahora en el Edimburgo de 2016) e incluso incorpora escenas de aquélla. Casi podría decirse que los actores —salvo un avejentado e hinchado Robert Carlyle— no han envejecido un ápice. Si alguien dijera que las escenas de Ewan McGregor en polera bailando a Iggy Pop en su recámara se filmaron en 1996 sería perfectamente creíble.

Este culto al pasado se hace evidente en palabras de un elemento nuevo en la cinta, Verónika, una inmigrante búlgara, principal papel femenino: “En mi país el pasado es algo que se queda atrás. Pero ustedes aquí viven de él: lo veneran y lo recrean todo el tiempo”. El respeto de Boyle por el pasado y por la esencia del primer filme es la columna vertebral de Trainspotting 2. Y sin embargo, pese a las evocaciones y los cultos, ésta no busca emular a su predecesora, sino que se basa en una línea argumentativa original que tiene mucho menos de las novelas de Welsh —por lo demás, muy valiosas para la literatura escocesa y británica— que del guion magistral de John Hodge.

Sin embargo, las diferencias, las novedades, dan vida a la contemporaneidad y dejan la nostalgia por aquel mundo tan simple de 1996 a un lado. Ahora hay iPhones, que facilitan la obtención de drogas naturales y sintéticas; hay peticiones a la Unión Europea para obtener préstamos —y gastarse el dinero en cocaína—; hay inmigrantes búlgaras oportunistas que dejan ver la supuesta pobreza masiva de Europa del este y la patética “superioridad” de Europa occidental. Incluso hay personajes que buscan alejarse del mundillo degenerado que conocieron, como Diane, quien ahora es una abogada de renombre, o el hijo de Begbie, quien desea estudiar “hotel management” ante el violento rechazo de su padre, el cual considera que el futuro de su hijo está en el negocio familiar: el robo a casa habitación.

Como en toda secuela, los vaivenes entre pasado y presente son los cimientos que erigen el monumento cinematográfico que representa Trainspotting 2. Por fortuna, a diferencia de muchas, Boyle recrea con suficiente naturalidad —y con su excelso toque humorístico negro tan particular— el mundo que se perdió cuando Mark Renton huyó con el dinero de sus amigos.

Acaso sea tarde para recomendar el filme. O, mejor dicho, para recomendar que se vea en las salas de cine mexicanas pues, como ocurre con la mayoría de las buenas películas en nuestro país, no tuvo gran distribución ni generó gran alharaca. Pero vaya que merece la pena.

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