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Reseña
The Mule
por Pablo Andrade

31 de enero de 2019

The Mule 2

Pocas figuras del medio cinematográfico me atraen tanto como la de Clint Eastwood. Un actor y cineasta forjado en mil rodajes —propios o de míticos directores como Sergio Leone o Don Siegel— que se caracteriza por tener una personalidad áspera, conservadora, incluso cínica, que no a todos gusta pero que nadie puede decir que no es auténtica. Desde su sombría Mystic River (2003) no me pierdo ningún estreno en salas de Eastwood como director —con las excepciones de Jersey boys (2014), The 15:17 to Paris (2018) o Hereafter (2010), por ejemplo— y, por supuesto, he visto toda su filmografía previa en la que destacan muchas joyas como The Bridges of Madison County (1995), A Perfect World (1993), Unforgiven (1992), Bird (1988) y Letters from Iwo Jima (2006), entre otras. 

The Mule (2018) es la última propuesta de Clint Eastwood al frente y detrás de las cámaras. El eterno vaquero interpreta en esta ocasión a Earl Stone, un anciano floriculturista que enfrenta la senectud alejado de sus familiares, con problemas económicos y con el derrumbe de su negocio ante la llegada de nuevos modelos de venta en línea. Ante este escenario, Earl acepta la oferta de convertirse en una mula para un cartel y transportar varios kilos de cocaína a través de diversas carreteras de Estados Unidos.

 

Esta aventura crepuscular, nos trae de vuelta a Eastwood interpretándose a sí mismo —o, mejor dicho, interpretando a la leyenda que él mismo y el público han construido a lo largo de los años—; sin embargo, a diferencia de la última vez que lo hizo en la grandísima Gran Torino (2009), en esta ocasión el personaje principal no es un tipo de armas tomar sino un hombre apacible en la última etapa de su vida, que ha dedicado su existencia al trabajo (incluso por encima de su familia) y a conducirse a sí mismo a través de un código de ética conservador. Tal vez, tanto Walt Kowalski, el personaje central en Gran Torino, como Earl Stone, protagonista de The Mule, son variaciones de ese Eastwood imaginario, héroe de otra época, representante de un mundo que poco a poco va desapareciendo. Precisamente, creo que ahí radica el principal encanto de esta nueva película; y es que, en Gran Torino, ese héroe era reticente y combativo, mientras que en The Mule, Eastwood parece mucho más relajado con la idea de que insertar a su personaje en un universo donde él ya no pone las reglas. Si bien Earl mantiene ideas anticuadas sobre conceptos como la familia, el trabajo, la ética, el deber, el honor y la masculinidad; también lo vemos convivir con otros personajes muy distintos a él en una actitud mucho más abierta y receptiva.

 

Llegados a este punto, es válido preguntarnos si la trama principal —la del anciano convertido en mula para un cartel mexicano— es lo más importante. Para mí no lo es. Esto podría parecer decepcionante si uno espera una cinta que continúe con el espíritu de Gran Torino; una en la que Eastwood, pistola en mano, ponga a temblar tanto a narcotraficantes como agentes de la ley. Sin embargo, como ya he mencionado, ésta película parece mucho más contemplativa. Para mí, The Mule es Eastwood contándonos una metáfora sobre lo que ha sido su vida, su trabajo como actor y, sobre todo, su legado como director de cine. Hay muchos elementos en la cinta que nos permiten pensar eso; por ejemplo, el hecho de que el papel de su hija esté interpretado por su hija en la vida real (Alison Eastwood) y que ésta le reclame siempre por haber dado lo mejor de sí mismo para los demás, para su trabajo y no para su familia. También, no parece ser coincidencia que la película empiece con una ceremonia en la que Earl es premiado por ser el mejor floricultor del año y éste prefiere ir a recibir su premio antes que asistir a la boda de su propia hija. Más adelante, su ex esposa (interpretada por Diane West) le pregunta por qué le importaban tanto sus flores y Earl contesta: “son tan hermosas. Duran tan poco tiempo”. Creo que Eastwood se refiere a las películas que ha podido hacer como director —sus flores— y a lo difícil que parece ser compaginar su vida como artista y como hombre de familia. 

 

Asimismo, Eastwood parece analizar en esta película sus consabidos prejuicios. Destacan algunas escenas que decide filmar en una clave más bien cómica —algo extraño en sus filmes. En la primera de ellas Earl, durante uno de las entregas, conoce a un grupo de lesbianas que conducen motocicletas. Al principio, no puede creer que efectivamente se trata de mujeres y no de hombres rudos que cruzan los desiertos de Estados Unidos en sus caballos motorizados. La tensión que surge entre ellos se disuelve cuando Earl les da un consejo para arreglar un problema en el relé de una moto. Lo mismo ocurre cuando se encuentra en la carretera con una familia afroamericana parada a la orilla porque se les ha ponchado una llanta. El padre, un hombre joven, le dice a Earl que nunca ha cambiado un neumático y que en el desierto “no tiene wifi para buscar la solución en Google”. Después de ofrecerse a ayudarlos y decirles que no entiende por qué las nuevas generaciones no pueden hacer nada sin sus teléfonos, Earl dice muy quitado de la pena: “siempre es un placer poder ayudar a algunos negros”. La familia, indignada, le dicen, no sin cierta sorna, que prefieren el término “personas”. Earl no puede hacer nada más que bajar la mirada.

 

Por otro lado, Eastwood también defiende muchos valores que él considera atemporales más allá de lo políticamente correcto. Destaca, como en gran parte de su filmografía, la construcción de la masculinidad. En ese sentido, no pierde oportunidad de mostrar a los personajes que interpreta dándoles lecciones a varones más jóvenes sobre lo que significa ser un buen hombre. Lo hace a través de acciones cotidianas como cambiar una llanta, indicarles cuál es el mejor lugar para comprar un sándwich de carne y cerveza, o tomando un café en la barra de un restaurante de carretera, acciones en las que aprovecha para decir una o dos frases sobre las cualidades que todo hombre debe tener.

 

Al respecto, podemos ver con más detenimiento las conversaciones que mantiene con algunos personajes de The Mule, como con el joven sicario que le asignan para que vigile sus recorridos. En una escena, después de una fiesta que el líder del cartel (Andy García) ofrece para celebrar a Earl (“su mejor mula”), éste aprovecha para hablar con el joven y decirle que debe buscar una mejor vida, un trabajo decente que le permita ganarse el pan y labrarse un futuro. Enojado, el sicario le dice que si no fuera por el crimen él no sería nadie. También lo hace con el personaje de Bradley Cooper, que en esta ocasión interpreta al agente especial que va tras de él, y con quien coincide un par de veces antes de que el primero comprenda que se trata de la mismísima mula que está buscando. En sus intercambios, Earl le recomienda no anteponer su trabajo y relegar a su esposa, porque “el trabajo está bien siempre y cuando se mantenga en segundo lugar”. Sin duda se trata de un concepto de masculinidad anticuado, pero no por ello inválido en una época en las que las masculinidades están siendo deconstruídas. Por lo menos, la voz de Eastwood sobre lo que significa ser un hombre en la vida real contrasta con otra narrativa cinematográfica de moda: la de los superhéroes, en la que básicamente ser hombre es igual a tener músculos.

 

En fin, The Mule representa un ejercicio más de Eastwood en la que analiza su papel en la industria cinematográfica actual y una sociedad estadunidense que empieza a transformarse. En el apartado técnico nos encontramos con la solidez y calidad de todas las películas del considerado “último clásico” entre los directores contemporáneos. Quizá la película no alcanza las alturas de Gran Torino, cinta con la que mantiene un interesante diálogo, pero también nos permite ver una obra más relajada, muy divertida en algunos tramos y que sin duda nos deja con más ganas de Clint Eastwood detrás y delante de las cámaras.

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