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Reseña
The Killing of a Sacred Deer 

por Luis Alfonso Gómez Arciniega 

30 de marzo de 2018

Tras haber asesinado a un ciervo consagrado a Artemisa, Agamenón, rey de Micenas, conoció la ira de la diosa protectora de animales salvajes. Cuando sus embarcaciones se disponían a zarpar hacia Troya para vengar el rapto de Helena, Artemisa detuvo los vientos favorables y la flota quedó inmovilizada en Beocia. Un oráculo transmitió que la única forma de apaciguar a la diosa furibunda era sacrificando a la hija de Agamenón y Clitemnestra, Ifigenia. Después, como en todo mito, las fuentes literarias discrepan: unas dicen que se realizó el sacrificio; otras, que Artemisa sustituyó a Ifigenia in extrema res por una cierva y la transportó a Táurica. En todo caso, lo que importa es el simbolismo. 
 
Esa es la premisa de la película más reciente de Yorgos Lanthimos. Pero no es en un anfiteatro a orillas del mar Egeo donde se escenifica la obra, sino en el mundo frío, impersonal y uniforme de una urbe moderna. Lanthimos, que ya había desplegado fulgores de genialidad en Kynódontas (2005) y The Lobster (2015), vuelve a disertar sobre la violencia, pero ahora con la variación de un tema clásico. La imagen de un corazón palpitante, acompañado por las notas de Franz Schubert (Stabat Mater D383: I. Jesus Christus schwebt am Kreuzel) lo deja claro desde el principio. La elección es elocuente. Los versos de Klopstock, en los que se apoyó Schubert, exudan sangre: “Jesus Christus schwebet am Kreuze! Blutig sank sein Haupt herab, blutig in des Todes Nacht”.[1] La precisión plástica del poeta permite vislumbrar heridas, llagas, cardenales e hilos de sangre roja que se tornan genciana hasta perderse en las profundidades del Gólgota. Ese será el tono de la cinta: sangre, oscuridad y la referencia estética elegante. En no pocos momentos, el espectador sentirá que está recorriendo los pasillos de una galería con grandes lienzos, litografías y aguafuertes.
 
Steven Murphy, un carismático cirujano interpretado por Colin Farell, encarna todas las virtudes del programa ilustrado. Su vida entera reposa sobre fundamentos científicos: sus horarios y rutinas; su devoción por los relojes y la armonía de su vestimenta; las medidas de su escultural esposa y la educación refinada de su hija Kim (Raffey Cassidy). El galeno rechaza sin contemplaciones a una bella dama (Alicia Silverstone) enloquecida por sus manos de cirujano: “soy un hombre casado. Amo a mi mujer y a mis hijos y estamos todos muy felices”. En su mundo no cabe el accidente ni la improvisación. Ni cuando hace el amor cede al erotismo desbocado o al incendio de la lujuria. Lo suyo es la templanza. Prefiere contemplar a su esposa, Anna, escenificar desnuda estudios anatómicos del siglo XVIII (por alguna razón, este divertimento ritual es uno de los vínculos más fuertes de la pareja). No es el infierno consumista de sonrisas idiotas y vidas predecibles, es algo más grave: la convicción de que la Ilustración es la única vía posible. De ahí que su vida entera sea un tributo cotidiano al Siglo de las Luces. Quizá sea por esa convicción que Steven nunca da la impresión de ser un tipo acartonado, por el contrario, su presencia afable y relajada es la viva imagen del éxito. Tampoco el suburbio en donde vive resulta anodino: ¿Siniestro? Sí. ¿Inquietante? También. Pero la dosis adecuada de claroscuros —lámparas rutilantes y arreboles del atardecer que señalan amaneceres y atardeceres— vuelve habitable el vecindario. No es el aburrimiento lo que encoleriza a los dioses, sino la perfección terrena. 
El error —el atributo más humano—detona la caída adánica del protagonista. Martin (Barry Keoghan), un muchacho desgarbado y misterioso, es el heraldo de una maldición. Como un yerro de Steven le costó la vida a su padre, el cirujano está condenado a asistir a la progresiva pérdida de movilidad de toda su familia hasta que decida sacrificar a uno de ellos. Si no lo hace, empezarán a sangrar por los ojos hasta morir. Son precisamente las lágrimas sangrientas del más pequeño de sus hijos (Sunny Suljic) las que introducen variación cromática en el escenario aséptico de los hospitales prefabricados. Una vez llegado a este punto, el espectador podría pensar en una adaptación cinematográfica de la ley del talión. No hay que caer en la tentación y echar por la borda los recursos del director. Hay que hilar más fino. Conforme los hijos van quedando clavados en una silla de ruedas, las seguridades del cirujano se desmoronan y, con ellas, el orden científico de la civilización occidental que desprecia el hechizo y la magia como resabios de una época superada. ¿Qué es la familia?, ¿cuál es el vínculo con mi esposa?, ¿tengo un hijo predilecto?, ¿tiene límites la ciencia?, ¿es en verdad la medicina la coronación del conocimiento humano?, ¿por qué me tome unas copas el día de la operación? Ni siquiera bajo los tormentos de la duda, Steve deja de pensar como ilustrado: tarde o temprano, el mundo tiene que ajustarse a la razón humana. En su afán por negar la existencia de fenómenos inexplicables, moviliza a los especialistas del hospital, convoca congresos científicos, reúne a las autoridades en la materia… Incluso será capaz de confesarle a su hijo sus perversiones sexuales adolescentes para lograr que aquél admita que la inmovilidad es una broma de mal gusto. Nada funciona. Los acontecimientos se van desarrollando tal y como los presagió Martin, el niño-mago. El horror que invade a los protagonistas, a los médicos del hospital y a los asistentes a la función proviene de la capitulación de la ciencia. 
Al final, Steve abandona el manual y cede al abismo de lo inexplicable. Depositará su destino en las manos del azar, algo impensable para el titán ilustrado de unos párrafos atrás. Pero todo es posible en el universo de Lanthimos; porque la ciencia médica no aparece aquí retratada como el paraíso de héroes bonachones enfundados en batas blancas, sino como un infierno de seres falibles que ven diluirse la vida entre sus guantes ensangrentados. Es la mejor metáfora de la soledad de la decisión. La resolución de cualquier dilema siempre conlleva un sacrificio, una pérdida, una puerta clausurada. La decisión, como pensaba Sartre, es el momento más prístino de libertad y, al mismo tiempo, el instante más insoportable de desamparo. Abraham está solo cuando se dispone a inmolar a su hijo Isaac en el monte Moriá… 
Si esto no basta para mostrar la valía de la película, quizá valga la pena detenerse en sus méritos técnicos, pues también en este rubro están muy bien asimiladas las lecciones de sus maestros — por ejemplo, Michael Haneke o Stanley Kubrick. El gran angular cuida puntos de fuga, colores y disposición de los objetos…en esa perfección habita Steven y las únicas alteraciones son el cuello níveo de su esposa desnuda, pendiendo de la cama o su hijo desplomándose frente a una escalera eléctrica (una toma muy hermosa). Otro recurso interesante: diálogos en voz baja que anteceden las escenas o que continúan como susurros, aun cuando en la pantalla ya ha cambiado la escena. El cineasta griego sabe que cualquier pinacoteca occidental abreva principalmente de la mitología grecolatina y de la tradición judeocristiana. Ergo, las referencias bíblicas son incontables. No solo es la Pasión según San Juan de Bach o el sacrificio de Isaac, las alusiones también se cuelan en el lenguaje pictórico, como cuando Anna le besa los pies a Martin. Se puede ser perfectamente ignorante del teatro de Eurípides o del cristianismo y, sin embargo, las imágenes resultan familiares porque apelan a referentes enraizados en la cultura occidental. Por si esto fuera poco, Lanthimos también parece rendir tributo al pintor norteamericano Edward Hopper: ahí está la veranda rodeada del bosque lleno de secretos; ahí está Anna mirando por la ventana voladiza victoriana (bay window); ahí está el diner estadunidense de los noctámbulos. 
The Killing of a Sacred Deer (2017) es el retrato más reciente de la sociedad contemporánea bajo la mirada de Lanthimos. Como en todas sus películas, aquí también hay lugar para el absurdo. Sus protagonistas, debatiéndose continuamente contra dioses iracundos y reglas disparatadas, son seres humanos reales, siempre al filo de la desgracia más absoluta. Además, el filme es una prueba más de que, para adaptar a los clásicos, no es necesario caer en lecturas “políticamente correctas” o chabacanerías ideológicas seudotransgresoras que, en aras del aplauso fácil, deforman por completo la obra hasta volverla irreconocible. Pese a todo, acaso la moraleja más importante de esta fábula cruel sea que los clásicos siguen teniendo actualidad, aunque solo sea para dinamitar las creencias que nos permiten irnos tranquilos a la cama.  

REFERENCIAS

[1] “¡Cristo flota en la cruz! Sangrante se agacha la cabeza, sangrante en la noche de la muerte”. 

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