Ensayo
El libretista desterrado frente al abismo
1 de septiembre de 2017
por Luis Alfonso Gómez Arciniega
En Vor der Morgenröte. Stefan Zweig in Amerika (2016) —Antes del Amanecer o Stefan Zweig-Farewell to Europe en México—, Maria Schrader se propuso un reto de notable dificultad: capturar en apenas cien minutos la atmósfera depresiva de la Segunda Guerra Mundial y recopilar los episodios más significativos de una vida tan azarosa como la del escritor austriaco Stefan Zweig. Son muchas las posibilidades de fallar estrepitosamente. Para resolver este acertijo, Schrader recurre a un hexaedro: seis capítulos, seis estaciones, seis minutos contemplando la puesta de sol...
Hoje, ai de mim, de cansado
Há dias que até da vida
Durmo com a Noite, ausentado
Da minha Aurora esquecida...
É que apesar de sombria
Prefiro essa grande louca
À Aurora, que além de pouca
É fria, meu Deus, é fria!
Vinicius de Moraes, Sacrifício da Aurora
Una mirada superficial se decepcionará con lo que parece ser un denso relato de los andares de un intelectual por medio mundo. El ojo atento, sin embargo, descubrirá muy pronto una indagación cuasi filosófica sobre el suicidio. Con toda tranquilidad puede adelantarse, sin estropear la película, que, al final, el protagonista va a suicidarse. La fuerza de esta historia no está en la trama, sino en la forma de contarla. Resulta muy refrescante escuchar, en voz de la propia directora, un alegato en contra de las historias lineales: “[m]i problema con las películas biográficas es que los sucesos aparecen como un collar de perlas en relación causal, atrapados en una dramaturgia que pretende darles sentido. Tan pronto como se echa mano de esos recursos se cae en una trampa, porque la vida pocas veces sigue una relación causal” (Schrader 2016). Nada más por esta actitud desenfadada conviene darle el beneficio de la duda. Sígase, pues, el consejo que el mismo Zweig ofreció: “[e]vocar, a partir de las más variadas épocas y regiones, algunos de esos momentos estelares [que] resplandecientes e inalterables como estrellas, brillan sobre la noche de lo efímero” (Zweig, 2011: 10).
I.
En una de las primeras escenas se escucha el discurso “In dieser dunklen Stunde” (“En esta hora oscura”) que Zweig pronunció en el PEN Club de Nueva York el 15 de mayo de 1941 y cuya versión estenográfica se publicó en Aufbau, la revista de los exiliados. El inicio in media res acentúa la sensación de zozobra. Stefan Zweig naufragó en Estados Unidos, a bordo del Scythia en 1940, cuando en Europa las camisas pardas se habían adueñado del andamiaje estatal y las cruces gamadas de la patria simbólica. Los salzburgueses saludaban entusiasmados a los soldados de la Wehrmacht en el Staatsbrücke y el 30 de abril de 1938 se prendió una hoguera de libros en la Residenzplatz. Avionetas arrojaban panfletos antisemitas sobre Salzburgo para amedrentar al habitante del mítico Paschinger Schlössl, en el número cinco de la Kapuzinerberg, y el periódico Der eiserne Besen había publicado los domicilios de los judíos de Salzburgo. Durante la “Reichskristallnacht”, hombres de la SA destruyeron la sinagoga en la Lasserstraße y los pocos negocios judíos que quedaban. Había que hacer maletas... El país en donde Stefan Zweig había pasado su infancia le daba la espalda. Con la marea liberal —desde finales de 1860 hasta inicios de los “dorados veinte”—, su familia había sido arrastrada a Viena, en donde residía una notable comunidad judía de Moravia. Era una época bastante interesante para vivir en una de las capitales del Imperio austrohúngaro. En palabras de Karl Kraus (1899: 277), “Viena estaba siendo demolida para convertirse en gran ciudad. Con las viejas casas caen los últimos pilares de nuestros recuerdos”. Hitler la visitó en 1906 y quedó hechizado ante el juego de armonías de la Ringstraße. Treinta años más tarde, con el continente en un puño, volvió para ofrecer fastuosas recepciones en los recintos donde habían quedado frustradas sus inquietudes artísticas. Así, el hotel Metropole, por ejemplo, amaneció un buen día convertido en cuartel de la Gestapo bajo la dirección de Reinhard Heydrich.
El derrumbe del Imperio austrohúngaro era un dulce envenenado: la amenazadora inestabilidad telúrica permitía escuchar la respiración de la historia. Es un placer que los dioses parecen conceder una vez cada cien años. El caso anterior había sido el de Hegel, quien había puesto el punto final a su Die Phänomenologie des Geistes en 1806, cuando Jena caía en manos de las tropas napoleónicas. En ese mundo al borde del abismo, el joven Zweig se matriculó en la Universidad de Viena para estudiar Filosofía y en 1901 publicó su primer poemario: Silberne Saiten (Cuerdas de plata). Pero reducirlo a ensayista o poeta en ciernes sería cercenar su naturaleza. La fronda de su pluma eclosionó en biografías, libretos de ópera, traducciones y sumas epistolares. Exploró todos los géneros y se permitió experimentar en todos ellos. Aún si se le cataloga exclusivamente como escritor, Zweig pertenece a una casta difícil de reconocer en el páramo contemporáneo de escritura anodina, burocrática y mecanizada.
Algunas fotografías y videos de la época lo muestran alto, con cabellos oscuros, ojos pequeños, negros y brillantes, ademanes exagerados, nariz aguileña, sin el bronceado de Ernst Jünger o la altivez prusiana de Thomas Mann. Quienes lo conocieron referían de inmediato su predilección por la soledad y una pasión por coleccionar manuscritos antiguos de Lessing, Goethe, Heine, Stifter, Tolstoi o Dostoievski o partituras de Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert o Stravinski. Parecía mentira. Su primera esposa, Friederike Burger, lo seguía viendo mucho tiempo después de haberse separado, sentado en una silla de cuero roja “con sus piernas en abandono elástico y tan inmerso en las páginas de un libro, que parecía que su alrededor se hubiera difuminado” (Prochnik, 2014: 86). El intercambio epistolar con Richard Strauss es otro exquisito testimonio de su personalidad. Los sobres que viajaban desde Kapuzinerberg hasta Garmisch-Partenkirchen contenían los temas más variados: la colaboración intelectual, las luces del Festival de Salzburgo, la conmoción tras el estreno de Arabella, risas nerviosas sobre cómo Joseph Goebbels había tomado a Stefan por Arnold Zweig. La admiración que Zweig profesaba a Strauss era incondicional: “[l]a Arabella vienesa es espléndida y ya sueño (con precaución, para evitar caerme de la cama estrepitosamente) con la música de Die schweigsame Frau (La mujer silenciosa)” (Zweig, 1957: 57). Strauss le regresa los elogios, pero reprocha la pusilanimidad de quien parece asumir su destino fatal sin meter las manos, apenas alegando, en un hilillo de voz entrecortado, que existían naturalezas “que resisten toda estrechez de miras y que se limitan, como Arquímedes, a trazar círculos silenciosos en medio del tumulto de la guerra” (Zweig, 1957: 56-57). Hay una profunda dignidad, no obstante, en su rechazo de la propuesta straussiana de mantener la cooperación intelectual en secrecía.
Por incomprensible que parezca, la nostalgia por este mundo apenas sostenido con alfileres lo acompañó durante el exilio. Un buen ejemplo es la escena de la película en la que una desafinada orquesta carioca toca An der schönen blauen Donau (El bello Danubio azul), op. 314 de Johan Strauss II, en medio de la jungla. En la mirada del actor Josef Hader se descubre la necesidad casi vital de Zweig por trasponer las parras del Rin sobre las tintóreas de Petrópolis. Aquí hay un toque de humor negro que no debe pasar desapercibido. De alguna forma, el escritor en el exilio encarnó aquel deseo atribuido a Metternich: haber nacido en 1900 y tener el siglo XX a sus pies. Escuchó el réquiem austro-húngaro, la orquesta del Copacabana naciente, las dianas de las Guerras Mundiales y partió antes de escuchar la sinfonía de la integración europea.
II.
El cine contemporáneo ha acostumbrado a lecturas monocordes del Holocausto. Los recursos son reiterativos: el estereotipo, el desenlace predecible y la tragedia individual oscurecida por el drama colectivo. Y aunque Władysław Szpilman en The Pianist (Roman Polanski, 2002) resulte entrañable, o la niña con el abrigo rojo turbadora en Schindler's List (Steven Spielberg, 1993), el abuso de estas tonalidades ha difuminado las muecas más grotescas. En todas estas propuestas fílmicas, los personajes históricos son apenas pretextos para explorar, mediante trazos más gruesos, Auschwitz o Cracovia. Pero las fatalidades individuales también tienen su dosis de dramatismo. Acaso por eso, durante los últimos años ha crecido la cinematografía que se concentra en los personajes para realizar la operación inversa: tomar el escenario histórico como pretexto para pincelar contornos individuales y, de paso, reflexionar sobre sucesos contemporáneos. No es ninguna casualidad que se haya recuperado la figura de Stefan Zweig a la luz del debate sobre las nuevas olas migratorias y la crisis de refugiados en Europa. Pero, a diferencia de la grosera instrumentalización por una prensa superficial y por los anodinos programas políticos, el guión de Maria Schrader y Jan Schomburg actualiza una pregunta mucho más estimulante: ¿cómo se reconstruye un ser humano cuando desaparecen todos sus marcos de referencia?
Desde el título se hace cierta justicia discursiva, pues América alude también a los países al sur del Río Grande. No es capricho ni desproporción denominarlo ensayo visual, empezando porque, como ya adelantaba la directora, no cuenta una historia lineal: la biografía fuerza el desenlace, pero el inicio permanece oculto. No hay nudo, vórtice ni cénit. Tampoco se extrañan. Schrader suple estas ausencias con una división minimalista en capítulos esmerilados: Río de Janeiro, Buenos Aires, Nueva York y Petrópolis. En esta manera de contar hay una aproximación novedosa al Holocausto. Es una excelente noticia para quien piense que la vida no es un conjunto de sucesos concatenados, sino un árbol cuyas raíces se entrelazan en multiplicidad de formas caprichosas. Unos cosechan flores de ornato en viveros estructurados, Schrader prefiere una arboleda un tanto anárquica, pero de belleza más natural.
III.
Tampoco se recuerdan muchas cintas sobre los intelectuales europeos que quedaron atrapados entre las placas tectónicas de la historia. Apenas hace cuatro años Margarethe von Trotta empezó a suplir esta carencia con una cinta sobre Hannah Arendt (2012). Son historias sobrecogedoras, con desenlaces insospechados, disímiles entre sí. Extraña que hayan sido llevadas tan pocas veces a la pantalla grande —o que se hayan difundido tan mal las apuestas existentes. Conmueve, por ejemplo, pensar en el filósofo Edmund Husserl, cuyos manuscritos quedaron a salvo en Lovaina, gracias a monjes franciscanos y a la oportuna intervención de Paul Henri Spaak, entonces Ministro de Exteriores de Bélgica. Sacude imaginar a Walter Benjamin deambulando por los bosques de los Pirineos en una noche impenetrable, suicidándose horas antes de obtener el permiso de entrada a España. Al margen de la película conviene reparar en un detalle curioso. Todos estos intelectuales judíos tuvieron correspondencias —tanto en sentido literal como figurado— con otras figuras que fueron reivindicados por el régimen. Unos se inscribían en el partido; otros hacían las maletas. Husserl tuvo como alumno a Martin Heidegger. Benjamin obsequió a Carl Schmitt, el dichoso abogado de la corona nacionalsocialista, una copia del Ursprung des deutschen Trauerspiels (El origen del drama barroco alemán) acompañado de una conmovedora laudatoria. Stefan Zweig fue libretista de cabecera de Richard Strauss, figura reverencial para Hitler y Goebbels. Al parecer, el escritor judío pretendía, de esta forma, defender el legado cultural germánico secuestrado por la clase política. Pero era más fácil decirlo como Thomas Mann. Mientras el nobel podía declarar sin titubeos en Estados Unidos “donde yo esté, está Alemania”, a Zweig lo habían despojado de su identidad. A propósito de intelectuales, hay un guiño en la cinta para el público iberoamericano. La historia recupera, aunque sea por escasos minutos, la faceta diplomática de Gabriela Mistral. En 1940, la designaron cónsul en Niteroi, pero se trasladó a Petrópolis donde conoció a Zweig. Su aparición como representante del Gobierno chileno en el Exterior recuerda dignidades pretéritas de los intelectuales americanos involucrados en la política.
IV.
Stefan Zweig buscó refugio primero en Bath y después en Nueva York. No se sabe bien qué agravó más su desesperanza: si el desvanecimiento de su vida social o las victorias concatenadas del Ejército alemán. Lo cierto es que fue durante su encuentro con el mundo anglosajón cuando su confianza en una posible victoria final se desvaneció por completo. Iba acompañado de su musa de la Costa Azul, Charlotte Altmann. Resignados, encontraron un apartamento en Ossining que ofreció a Zweig la posibilidad de escribir Die Welt von Gestern, Erinnerungen eines Europäers (El mundo de ayer. Memorias de un europeo). Al exiliado lo punzaba todos los días una doble nostalgia: una por el “mundo del ayer” y otra por su muy particular pedazo de paraíso.
La primera tuvo que ver con el desencanto temprano con la mole citadina. Para alguien que había crecido en Europa central pocas cosas podrían parecer más alienantes que los enormes rascacielos, las deficiencias del transporte público, la suciedad urbana, las chirriantes marquesinas, el frenetismo que aniquilaba la conversación y la irremediable ausencia de los Kaffeehäuser. Pensar que su colección de manuscritos y su biblioteca de más de diez mil ejemplares se había reducido a un portafolio ayuda a dimensionar esa segunda nostalgia. Es aquí donde la actuación de Josef Hader alcanza sus notas más altas. El diminuto apartamento estadounidense destella con la tristeza acumulada. En un momento del filme, Zweig planea con su primera esposa (Barbara Sukowa) cómo ayudar a los judíos europeos; en la siguiente toma, los hijos desfilan y Lotte aparece, Zweig calla, Frederika también. Una espartana mesa de café adorna el carnaval emocional. De aquella vieja relación apenas quedaba una vaga admiración compartida por Emile Verhaerens y un puñado de cartas escritas con tinta violeta. El 15 de agosto de 1941, Stefan y Lotte se embarcaron con dirección al Brasil.
V.
A finales de 1807, la familia real lusitana encabezada por María I de Portugal y el futuro Juan VI se exilió en las costas brasileñas ante la inminente invasión francesa. Así como cuesta trabajo imaginar a Isabel saliendo del Palacio Guanabara manejando una calesa bajo las palmeras de la Rua Paysandú, también es difícil concebir a Zweig en un paisaje tan distinto al de su infancia en la monarquía centroeuropea. La cámara de Wolfgang Thaler y la escenografía de Silke Fischer se anotan un triunfo mostrando esta estación vital en toda su exuberancia.
Pero quizá valga recordar antes que, como muchos europeos, Zweig parecía concebir América como un lienzo de utopías, oscurecido con los carbones más lúgubres de la leyenda negra: “[t]oda la mugre y escoria de España mana hacia Palos y Cádiz. Ladrones marcados a fuego, salteadores de caminos y bandoleros […]. Hombres marcados con un hierro candente o buscados por los alguaciles se presentan para formar parte de la flota […]. De una sola vez España se libra de alborotadores y de la gentuza más peligrosa” (Zweig 2011: 82 y 122). Adornaba esta concepción peyorativa con una escenografía de lianas, suelos pantanosos, insectos ponzoñosos, ofidios, plantas carnívoras, indios infantilizados y caciques bajo las temperaturas sofocantes del ecuador. Incluso llegó a proponerle a Strauss una ópera sobre la Conquista inspirándose en Der weiße Heiland (El Redentor blanco) de Gerhardt Hauptmann (Zweig, 1957: 121-22). Sorprende que un hombre de tanta sofisticación tuviera una idea tan simplona del continente que le abrió las puertas. Para evocar ese mundo, el equipo de producción viajó a Santo Tomé y Príncipe, en los lindes ecuatoriales del Golfo de Guinea. Esta limitación en el presupuesto acabó por convertirse en un accidente muy afortunado porque regala la oportunidad de evocar un Brasil ya extinto.
Doce días se deslizó el buque Uruguay por las olas, mientras el exiliado corregía manuscritos sin cesar. En el muelle lo recibieron el escritor Cláudio de Sousa y el ministro de Exteriores, Osvaldo Aranha (Getulio Vargas ya lo había hecho durante su primera visita en 1936). Zweig llegó a un Brasil en ciernes. A partir de 1892, los túneles, tranvías y residenciales de verano transformaron radicalmente Copacabana: de franja costera cubierta de pitangas, apenas habitada por armadillos y didélfidos, a jungla de concreto coronada con la avenida Atlántica. En teoría, la melancolía por un imperio perdido resultaría más digerible con la sensualidad de cuerpos cariocas hundidos en el Atlántico. Además, Zweig llegaba puntual al amanecer de la dolce vita brasileña en el Copacabana Palace. Ni eso pudo atemperar su profundo abatimiento.
Zweig no se quedó en la capital fluminense, se decantó por las músicas más íntimas de Petrópolis: un conglomerado de colinas ajardinadas y arroyos murmurantes donde Pedro II había erigido su palacio de verano. Ahí, sobre un montículo —como en Salzburgo, Bath, Ossining—, con un balcón con vistas a la Serra do Mar estaba el número 34 de la Rua Gonçalves Dias. Las escaleras ornadas con hortensias lo separaban de la vida monacal. Todos los días, después de revisar la prensa en el "Café Elegante", se sentaba a corregir su manuscrito sobre Balzac. Al atardecer daba extenuantes paseos por la selva con su esposa y leía ensayos de Montaigne. Lotte era su última amarra al “mundo de ayer”. La cámara de Thaler intensifica los contrastes entre Europa y América: carnicería humana de un lado; orquesta desafinada del otro. En un lugar se lleva a cabo un genocidio; en otro, las distintas razas conviven en cordialidad. ¿Dónde termina la civilización y dónde comienza la barbarie? Si en el episodio de Nueva York destaca la actuación de Hader, en la mata atlántica, la piel heliófaga de Aenne Schwarz se roba toda la atención.
Con el espíritu agitado, Zweig conmemoró su sexagésimo cumpleaños con una expedición a Teresópolis. Ya había donado sus libros a bibliotecas, enviado manuscritos a diversos archivos de ultramar (incluida Die Schachnovelle, 1941) y redactado una despedida. Días después, encontraron los cadáveres sobre la cama: Stefan de corbata y Lotte, semidesnuda, irradiaba todavía calor humano. Cuando la policía brasileña y Gabriela Mistral llegaron hallaron la nota: “[o]jalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy antes de aquí”.
VI.
Quien había descrito el paso de Hölderlin, Kleist y Nietzsche por este mundo como una feroz batalla contra el demonio lo enfrentaba ahora con sus propias manos. Ya no había ninguna isla luminosa a cual aferrarse en ese inmenso océano negro de soledad. En la distancia, muy lejos para nadar hasta ellos, centelleaban pedazos de paraísos arrasados: el Imperio austro-húngaro, su biblioteca, Europa, la niñez lejana. Todos experimentan alguna vez el dolor de la imposibilidad del retorno, pero no todos de golpe ni con tanta certeza. El libretista dejó de escuchar música y no quiso escribir en el vacío. Fue el último impulso para desbarrancarlo al Aqueronte. No se fue solo: con él, se suicidó una generación entera.
El autor es estudiante de Doctorado en Ciencia Política en la Universidad Ruprecht Karl de Heidelberg en Alemania.
Vor der Morgenröte. Stefan Zweig in Amerika (2016) —Antes del Amanecer o Stefan Zweig-Farewell to Europe en México— se exhibió en salas mexicanas en diversos festivales locales; y de forma limitada en Ciudad de México del 11 al 15 de agosto de 2017 como parte de la 16ª edición de la Semana de Cine Alemán en México, promovida por el Goethe Institut Mexiko. Se puede encontrar en distintos sitios de streaming, como el siguiente enlace: https://movieonline.io/movies/stefan-zweig-farewell-to-europe.html
REFERENCIAS
- Kraus, Karl, “Die demolirte Literatur”, en Karl Kraus, Frühe Schriften 1892-1900, tomo II, (ed. de Joh. J. Braakenburg), Múnich, Kösel, 1899.
Prochnik, George, The Impossible Exile. Stefan Zweig at the End of the World, Nueva York, Other Press, 2014.
- Schrader, Maria, “Wir erleben gerade eine Zwangshysterisierung”, Die Zeit, 1 de junio de 2016, http://www.zeit.de/kultur/film/2016-06/maria-schrader-vor-der-morgenroete-film-stefan-zweig/komplettansicht, consultado el 13 de junio de 2016 (entrevista).
- Zweig, Stefan, “Carta a Richard Strauss, 23 de enero de 1934”, en Richard Strauss-Stefan Zweig. Briefwechsel, edición de Willi Schuh, Fráncfort del Meno, Fischer, 1957.
- Zweig, Stefan, “Carta a Richard Strauss, 3 de mayo de 1935”, en Richard Strauss-Stefan Zweig. Briefwechsel, edición de Willi Schuh, Fráncfort del Meno, Fischer, 1957.
- Zweig, Stefan, Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas, trad. Berta Vias Mahou, Barcelona, Acantilado, 2011.