Un anciano se encuentra en el mostrador de su pequeña tienda de abarrotes mientras un par de niños juegan cerca de los estantes llenos de juguetes de confección china. El dueño atiende la petición de un cliente que compra cigarros y el niño hace un ademán a su hermana: gira los dedos compulsivamente y toma el producto. Huyen cautelosamente. En otra ocasión regresan. Ahora es la niña la que aprende el oficio ocasional del padre y toma una pequeña pelota. Esta vez el anciano los observa. Los detiene. Les ofrece un par de paletas heladas y sugiere al niño, Shota (Kairi Jo), no enseñar cómo robar a su hermana, porque aún es muy pequeña para esas cosas.
En Shoplifters (2018) Hirokazu Kore-eda (El tercer asesinato, 2017) reflexiona sobre el concepto de familia y de paso presenta un Japón que se aleja de aquello que se suele atribuir a países desarrollados. En otras palabras, se piensa que estos son lugares imaginarios, donde se respeta la ley (porque acá no), no son flojos (porque aquí sí) y, en general, tienen vidas quizá no perfectas, pero tal vez integrales; porque si el Estado no lo provee, la sociedad probablemente lo haga.
La familia Shibata está encabezada por Osamu (Lily Franky) y Nobuyo (Sakura Ando), una pareja con trabajos temporales y mal pagados. Su sueldo alcanza para beber y comprar artículos de belleza, ropa para sus hijos o para vacacionar en la playa; pero no para vivir, para eso está la pensión de la abuela Hatsue (Kirin Kiki). Osamu se emplea como obrero para una subcontratista que construye un edificio de departamentos y Nobuyo plancha trajes en una tintorería gigantesca. La hermana mayor, Aki (Mayu Matsuoka), es la consentida de la abuela y por eso duerme en el lugar más cómodo del modesto hogar; es decir, a un costado de Hatsue, dentro de la diminuta casa que acumula recuerdos a las orillas de un suburbio de Tokio. Sin embargo, Aki también tiene que contribuir de alguna forma al ingreso familiar, y, por eso, se disfraza como colegiala en un lugar con cabinas, donde satisface visualmente las fantasías de hombres deprimidos hasta que el cronómetro termina.
Es una noche invernal de frío insoportable y Osamu regresa a casa con su hijo Shota. Ha terminado un ajetreado día en el supermercado. Compran las mejores croquetas del barrio en un puesto ambulante que atiende una señora y justo cuando están por llegar la escuchan. Se trata de una niña mortificada. Osamu ya la ha visto antes. La pequeña vive en un departamento de clase media y en un techo más decente que el que tiene la familia Shibata, pero sus padres están ausentes. En otra secuencia los escuchamos pelearse violentamente; se acusan mutuamente y confiesan su arrepentimiento por haber concebido a Yuri (Miyu Sasaki). Osamu le regala una croqueta y la niña la acepta; y de pronto la ha adoptado. La lleva a casa y le ofrece un hogar con una familia poca convencional, pero amorosa.
Pasan meses, cuando por fin los padres deciden denunciar la desaparición y la policía interviene, la niña ha olvidado su antigua vida y llama a los integrantes de su nueva familia por los únicos nombres que hacen sentido: hermano, papá, mamá, abuela y hermana. Kore-eda retrata una familia que se constituye de forma voluntaria, donde los lazos sanguíneos pasan a segundo plano. Al final el público no tendrá muy claro si el afecto entre todos era real, porque las convenciones nos hacen dudar de lo que vimos en la pantalla, y en realidad no importa mucho. El rostro en la silla de los acusados nos enfrenta a ideas preconcebidas y quiénes somos nosotros para juzgarlos.
Shoplifters obtuvo la Palma de Oro en el último Festival de Cine de Cannes.