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Reseñas
Los rusos en la pantalla gringa

por Rainer Matos

15 de marzo de 2018

Red Sparrow vs. The Americans
I. Los Rusos
Por donde se vea, Red Sparrow (Francis Lawrence, 2018) es una película no sólo mediocre, sino grosera. No la salva la trama, ni las lindas tomas de Europa del este, ni la actuación de Jennifer Lawrence, ni la música de James Newton Howard, ni el giro sorpresivo al final. Se supone que el guion se adaptó casi íntegro de la novela homónima de Jason Matthews (2013), un ex “operativo” de la CIA, casus venditionis para convertirla en “best-seller” e inventar mucha barrabasada sobre “Los Rusos”, que están por doquier y a la vuelta de la esquina y nos van a comer a todos.

El problema principal de Red Sparrow es que en absolutamente todas las escenas hay, precisamente, un prejuicio bastante forzado, un estereotipo fantástico, de cómo son “Los Rusos”, su comportamiento, su modo de pensar y su realidad. A esta altura ya deberíamos estar acostumbrados, pero no deja de sorprender la imbecilidad y los despistes con los que fríamente se construye esa imagen en el cine y en los cinéfilos estadunidenses. Películas como ésta sólo contribuyen a reforzar fantasías groseras y justificar visiones holísticas (equivocadas, desde luego) negativas que llevan a la sima donde están hoy las relaciones entre Rusia y Estados Unidos.

 

Red Sparrow cuenta la trilladísima historia de una bailarina estrella del Bolshói (¿de dónde más?) que tiene un accidente y ve truncada su carrera. Su madre está enferma y necesita seguir pagando sus medicinas. Curiosamente, Dominika (así se llama la protagonista, pese a que “Dominika” es un nombre polaco y checo, prácticamente inexistente en Rusia) tiene un tío en la ex KGB (¡oh, coincidencias!) que le ofrece trabajo como espía debido a su belleza (porque, claro, todas las rusas son guapísimas y eso las hace potenciales agentes secretas seductoras). La escuincla, ya sin cicatriz del accidente y caminando como si nada escasos meses después, termina en una escuela muy estricta de provincia donde a jovencit@s hermos@s se les enseña a inhibir sus sentimientos y ser máquinas que resistan todo placer por el bien de “La Madre Rusia” (porque alguien nos dijo que así se hacía en la KGB).

 

Dominika destacará por la heterodoxia en su aprendizaje, que incluye desnudarse y abrirse de piernas frente a un jovencito presumido que al final no logra tener una erección, y terminará siendo la elegida para engatusar a un agente de la CIA en Budapest y sacarle información. (Evidentemente) Dominika acabará enamorándose del agente Nash y ayudando a los gringos (porque pues los rusos son bien malos y ella no es malvada como ellos), pero quedará bien con ambos bandos al sembrar pruebas de que su propio tío era agente gringo —al final el Señor Presidente de la Federación Rusa hasta concederá una medalla a Dominika. Al final resultará que Jeremy Irons (que se ve bieeeeen rusote) era el traidor que un buen día se dio cuenta de que Rusia era bieeeeen corrupta y empezó a trabajar para los gringos. 

 

En suma, la trama es una bazofia. El problema está en todos lados. La primera hora de Red Sparrow es preocupante, no por la tensión de lo que va a pasar sino por saber qué demonios tenían en la cabeza los guionistas y productores y, sobre todo, cómo pueden dormir por la noche después de algo así. La segunda hora también preocupa por eso, pero en especial por la violencia desenfrenada —cuando fui se salieron cinco personas de la sala. Incluso aparece un agente ruso obsesionado con despellejar viva a la gente al estilo de Hostal (Eli Roth, 2006), porque los rusos son bieeeen malos y seguramente los entrenan para despellejar.

Los contrastes entre la bondad estadunidense y la maldad rusa aparecen por doquier en el filme. Cuando hay escenas en Estados Unidos, sale el sol, hace un día precioso y los edificios son minimalistas. Las escenas que supuestamente ocurren en Rusia presentan un cielo gris, edificios horribles, sucios y descuidados. Literalmente es así (si usted no me cree, vea la película antes de que la quiten por bajo rating). Encima de todo, el departamento moscovita de Dominika ¡ni luz tiene! Aparece en penumbra todo el santo tiempo, como si no hubiese electricidad en Rusia. Esto es algo que ya se había visto en Das Leben der Anderen (La vida de los otros, 2006) de Florian Henckel von Donnersmarck, que es una buena película pero donde sólo al final, cuando cae el Muro de Berlín, por arte de magia sale el sol en la parte oriental de la ciudad; previo a eso, en el socialismo, todo había sido penumbra y tragedia.

La credibilidad de que la acción se desarrolla en Rusia también es nula. Dejando de lado la obviedad de que se supone que los protagonistas están hablando en ruso pero para nosotros es inglés —porque, desde luego, si fueran actores rusos hablando en ruso la película no sería negocio—, el apellido de Dominika (Egorova) y otras mil palabras ni siquiera tienen un mínimo de investigación previa en cuanto a pronunciación. Pero eso sí: los “rrrrusos” sí hablan (en inglés, porrrr supuesto) marrrrcando mucho el “acento”, que se rrrreduce a las palabrrrras con errrrre que prrrronuncia Jenniferrrr Lawrrrrence y otrrrros, como si fuerrrran los malos de Flash Gorrrrdon y siguiérrrramos en la Guerrrrrrra Frrrría.

Lo que más importó a los guionistas fue el morbo: el sexo, los desnudos, la violencia. Las fantasías sobre Rusia son sólo un telón de fondo para verter sus filias en la viejísima fórmula de rusa sexy + espías + violencia “elegante” = thriller, que ya no va a tono con nada. La mujer que entrena a Dominika y a las demás “sparrows”, interpretada por Charlotte Rampling y que se hace llamar… pues… “Matrón” —una versión moderna de Rosa Klebb—, llega a decir que Rusia es grandiosa porque no se enfrasca en las distracciones de un Occidente “borracho con el shopping y las redes sociales”. Todo indica que ni los guionistas, ni el director, ni el señor Matthews, han siquiera pisado la Rusia actual.

II. Los Americanos

No todo es tan grave en las representaciones de “Los Rusos” en las producciones y pantallas gringas salidas de la mente de algún ex operativo de la CIA. Hay un contraste abismal entre Red Sparrow y, por ejemplo, una serie magistral de FX como The Americans, que inició en 2013 y terminará a mediados de 2018. Salió de la mente de Joe Weisberg, quien brevemente trabajó en la CIA a fines de los ochenta —es decir, menos que Matthews, pero parece haber aprendido un poquito mejor el oficio.

 

The Americans narra la historia de Philip y Elizabeth Jennings, un feliz matrimonio de agentes de viajes en Washington, padres de Paige y Henry, en la primera mitad de los ochenta, en la típica casita clasemediera estadunidense. Nada más que Philip y Elizabeth no son estadunidenses —vaya, los actores sí—, sino espías soviéticos altamente peligrosos y entrenados para matar si es necesario. Su trabajo consiste en pasar información a la KGB y tienen una que otra misión, algunas violentas, sin que sus hijos, sus amigos o sus vecinos sepan absolutamente nada. Y, por cierto, en el primer capítulo de la serie se muda a la casa de al lado un agente del FBI, Stan Beeman, que tampoco sabe nada y los trata como grandes amigos.

Ayuda, desde luego, que estos rusos ya están “americanizados”, por lo que es más fácil representarlos en pantalla como estadunidenses comunes y corrientes. No es que no haya prejuicios en la serie, como por ejemplo las escenas de la niñez y adolescencia de Philip (Mijaíl) y Elizabeth (Nadezhda) en la URSS de los cincuenta y sesenta —ignoremos desde un principio la forma tan terrible en que balbucean el ruso—, o la “barbarie” y la arbitrariedad que se viven en las cárceles soviéticas, pero no se trata de nada que comprometa la credibilidad del guion, ni mucho menos le interesa comparar uno u otro modelo con el acento puesto sobre la crítica al socialismo soviético. 

La grandeza de The Americans acaso recae en que no es pretenciosa en lo absoluto. Las temporadas terminan sin gran misterio, la cotidianidad en la vida de los personajes es de lo más repetitivo, el guion es abrumadoramente neutral en cuanto a cualquier tipo de afinidad política. Incluso hay gestos abiertos y positivos al socialismo soviético en el personaje de Elizabeth, la más entregada a la causa, mientras que Philip de vez en cuando presenta dudas al comparar capitalismo y socialismo. Ayudan, también, las sensacionales actuaciones de Keri Russell (Elizabeth) y Matthew Rhys (Philip) —que saca un acento gringo impoluto que nada tiene que ver con su acento galés original—, pero también la actuación sencilla y campechana de Noah Emmerich (Stan), un fantástico y sobrio Lev Gorn (Arkadi Ivánovich) y, desde luego, la consabida frialdad y profesionalismo de Frank Langella (Gabriel).

Por desgracia, The Americans terminará este año, pero si todo sigue como los productores lo han hecho hasta la fecha —y es que cada temporada es definitivamente mejor que la anterior—, tendrá un final espectacular, ya ambientado en los tiempos de la Perestroika. Apuesto a que no nos decepcionarrrrá.

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