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Reseña
Roma
por Luis Osnaya

27 de noviembre de 2018

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La reseña describe algunas escenas de la cinta. 

Tuve la fortuna de asistir al preestreno de Roma (2018), invitado por CINEMATÓGRAFO. No sabía bien a bien de lo que trataría, pero, al igual que todos, estaba emocionado por ver el nuevo trabajo de Alfonso Cuarón. Es una cinta muy personal que retrata un periodo particular de la infancia del director mexicano y un homenaje a dos mujeres que marcaron su vida: su madre, Cristina Orozco, y Liboria Rodríguez —cariñosamente conocida como “Libo”, para quien Roma está dedicada. Al concluir la película, mientras los créditos aparecían en pantalla de la Cineteca Nacional, y las luces se encendían lentamente, anhelaba que no terminara. Tenía la esperanza de que Cuarón me obsequiara algo que me ayudara a asimilar todo lo que había presenciado durante las últimas dos horas. Deseaba una sorpresa final o un secreto escondido en las conversaciones que iban desvaneciéndose con el ruido ambiental de la Ciudad de México. Creo que no era el único. También me percaté del silencio que prevaleció en la sala. Ninguno de los asistentes parecía dispuesto a levantarse de sus asientos o entablar conversación con sus acompañantes.

 

La historia de Roma se centra en la vida de la joven Cleo (Yalitza Aparicio), personaje basado en Libo, asidua trabajadora del hogar de una familia encabezada por la señora Sofía (Marina de Tavira), e integrada por su esposo Antonio (Fernando Grediaga), sus cuatro hijos, y la abuela y madre de Sofía: Teresa (Verónica García). Las desventuras de los protagonistas ocurren a comienzos de la década de 1970 en la colonia Roma de la Ciudad de México y sus alrededores, con breves vistazos a otras colonias como San Cosme, Doctores y la periferia de la ciudad. 

 

Cleo es la imagen de un sinnúmero de mujeres que abandonan sus lazos familiares y lugar de origen para dedicar su vida a familias ajenas. Tras bambalinas, diligentes y afectuosas, cuidan las necesidades —incluso aquellas a las que no están obligadas— de la familia con la que trabajan, sin recibir el suficiente reconocimiento. También Cleo. Antes del amanecer y después de anochecer, está lista para atender sin reclamos cada una de las peticiones de sus patrones. 

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A pesar de que su empleo ocupa casi la totalidad de su tiempo, Cleo aprovecha cada instante disponible. Así, en los breves momentos en los que la casa está vacía, disfruta de la compañía de Adela (Nancy García García), cocinera de la familia, proveniente de la misma comunidad en Oaxaca. Hablan mixteco, lengua materna de ambas e idioma "secreto" que les permite mantener distancia y defender su privacidad de los muchos oídos que hay en casa. También pasan el tiempo juntas durante sus ratos libres, comen tortas con refresco en la Casa del Pavo del Centro Histórico, acuden al Metropólitan —cuando aún funcionaba como cine— o simplemente van a echar el novio con los primos Pepe (Marco Graf) y Fermín (Jorge Antonio Guerrero) por la Alameda. 

Sin embargo, todo cambia con un par de sucesos que se convierten en puntos de inflexión que rompen el orden de las cosas. La primera noticia llega durante la proyección de La Grande Vadrouille (La gran juerga, 1966) de Gérard Oury en el Metropólitan. Cleo anuncia su embarazo a Fermín, quien permanece callado y reflexivo; mientras tanto, en segundo plano, la pantalla muestra un avión de guerra que comienza a desplomarse; y antes de que se estrelle, el novio sorprendido se disculpa y abandona su butaca con el pretexto de ir al baño. Cuando Cleo, preocupada, se percata de que Fermín no volverá, ocurre la celebración del fin de la guerra en pantalla y acaba la función.

Ante el rechazo de Fermín, Cleo se nota nerviosa por anunciarle su embarazo a Sofía. Su principal temor es que sea despedida. Sin saberlo, las cosas tampoco marchan bien con la familia. Antonio no regresará. Aunque inicialmente estaba ausente por un supuesto viaje de trabajo a un congreso médico en Canadá, Sofía se entera que en realidad se fue con su amante y que ha desatendido sus responsabilidades económicas y afectivas. El padre huyó con una mujer más joven, con la que aparece corriendo despavorido cuando por sorpresa se encuentra a Cleo y su hijo mayor frente al cine Las Américas en la colonia Hipódromo Condesa. Dicho sea de paso, a la terrible revelación precede una espectacular escena en la que acompañamos a Cleo mientras camina por las calles repletas de comercios y restaurantes de las colonias aledañas a la Avenida de los Insurgentes de ese entonces. Finalmente, en una escena memorable, en la que Sofía intenta meter el Ford Galaxie en la diminuta cochera, concluye con un duro recordatorio: “no importa lo que te digan, siempre estamos solas”. Esta sentencia determinará el futuro de las mujeres de la historia. Ambas necesitarán del apoyo y respaldo de la otra para superar la crisis, fortaleciendo lazos que las unen a ambas. 

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Como acompañamiento natural de la historia, la cinta está cargada de momentos memorables que harán recordar la juventud a varios espectadores y ofrecen una mirada a un pasado lejano o desconocido a otros más. Algunos tan sencillos como Sofía contando las calles en silencio mientras intenta recordar cómo llegar al Hospital General para llevar a Cleo a una revisión médica —en esas épocas en las que, más allá de la Guía Roji, no había asistencia para navegar por la calles de la ciudad—; los niños jugando a “las pistolas” bajo la regla implícita de que el mayor siempre ganará; o los gritos coléricos y las inesperadas maldiciones de Teresa ante un episodio de pelea entre los niños —cuando las abuelas dicen groserías uno sabe que la cosa es seria. 

 

Todo el elenco hace un buen trabajo. No obstante, mi ovación, por su magnífica actuación, la consigue Yalitza Aparicio. Para la audición de la cinta dejó su hogar y familia en Oaxaca, así como una carrera como pedagoga. Desconocía quién era Cuarón y qué había hecho, tampoco tenía experiencia actoral previa. A pesar de esto, su primera preocupación no residió en sus habilidades para protagonizar una película, sino en que la oferta laboral en la industria cinematográfica fuera una pantalla y que se convirtiese en víctima de los delitos que a diario ocurren en México. Es una fortuna que Cuarón la haya encontrado. Logra un personaje integral con distintas dimensiones de complejidad, en particular las muestras de afecto con los niños de la familia: la naturalidad de sus movimientos y de su rostro sugiere que estamos observando un documental y no un trabajo de ficción.

La experiencia fílmica de Roma también se debe al cuidado del trabajo de producción y de la dirección de arte. A petición expresa de Alfonso Cuarón, todo lo que se presentara debía ser una reconstrucción fiel de su vida en la Ciudad de México —no necesariamente de una reconstrucción histórica fidedigna. La mayor parte de las escenas interiores se grabaron en una recreación de su hogar de niño basado en las fotografías familiares —su casa original había sido modificada y no pudo ser utilizada para la filmación. Los exteriores, también una recreación de las colonias en las que creció con varios tramos completos reconstruidos en gigantescos sets.  

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De esta manera, la impresionante presentación de la zona metropolitana de la Ciudad de México a inicios de los años setenta sirve para dar contexto del país de entonces. Desde las pequeñas pero constantes referencias a las elecciones de 1970, el campeonato mundial de futbol, hasta la matanza del Jueves de Corpus (“El Halconazo”). Y, desde luego, el contraste que prevalece hasta nuestros días entre las distintas regiones del área metropolitana. De acuerdo con Alfonso Cuarón, cuando era joven su mundo residía en la zona de Insurgentes, en la que su familia lo mantenía protegido de la realidad del resto del país. Cuarón no quería restringirle al espectador —como sí le ocurrió a él— estas diferentes realidades. Es así como, desde la perspectiva de Cleo, el director se adentra a ese plano que permanece oculto. Como cuando Cleo se adentra a una zona de la hacienda que visita la familia en Año Nuevo, alejada de la champaña y del tocadiscos de vinil que ambientan la fiesta familiar, y acude a una especie de cantina donde los trabajadores festejan con pulque, aguardiente y danzones.

 

En otra ocasión, Cleo visita Nezahualcóyotl en el Estado de México en busca del distanciado Fermín. En Neza observamos asentamientos irregulares, desagües al aire libre, casas de lámina y calles inundadas y sin pavimentar. Da la impresión de que el Estado está ausente, de no ser por las referencias electorales al partido oficial y curiosos mensajes proselitistas que exaltan la figura del normalista Carlos Hank González. Una pancarta indica: “Más de 600 mil mexicanos beneficiados por un solo hombre” y la cámara voltea a un cañón de circo, donde sale disparado un hombre que cae en una gigantesca tela estirada. Después acompañamos a Cleo a campos de futbol de tierra y polvo, donde un centenar de hombres, que se convertirán en profesionales de la violencia para el gobierno mexicano, practican artes marciales dirigidos por el “Increíble Profesor Zovek” (Víctor Reséndiz Nuncio “Latin Lover”) —un famoso cirquero presentado en escenas previas como un hombre capaz de mover un vehículo, jalando una cuerda con sus dientes. Frente a este panorama se impone el paisaje lejano de la Ciudad de México como objetivo aspiracional de los espectadores del pan y circo priista, y las iniciales del candidato a la presidencia Luis Echeverría Álvarez (LEA) escritas en un cerro calvo. 

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Por último, la grabación resulta espectacular. La cinta se filmó en blanco y negro, desde mi perspectiva, una decisión correcta para una historia que retrata un pasado anecdótico. Además, el uso de la técnica de barrido brinda un panorama completo del lugar en el que están ocurriendo la cosas y nos sitúa con facilidad en momentos de tranquilidad o agitación. La ausencia de música de fondo también contribuye al tono documental de la película. Por el contrario, el uso preciso de los sonidos ambientales se queda con nosotros. Así, el volumen elevado de las olas advierte un potencial riesgo, mientras que el simple silbido del afilador de cuchillos genera cierta paz. 

 

La naturalidad y franqueza con la que se narra la historia repercutirá de distintas maneras a los espectadores, tanto aquellos familiarizados con Cuarón, como los primerizos. No me refiero a los momentos en los que se presentan las imágenes crudas de la película, sino a las imágenes y lenguaje que acompañan a los personajes. En muchas ocasiones, esta combinación trasciende la pantalla y es imposible no relacionar lo que ocurre en la película con vivencias similares para el espectador, desde crisis familiares hasta reflejos del día a día. Esta cualidad fílmica es definitivamente uno de los motivos por las que Roma también es una experiencia personal para el espectador. 

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El tiempo suele determinar si las películas pueden considerarse obras maestras. No tengo duda que ese juicio será favorable para Roma. La relación entre las familias mexicanas y sus trabajadoras del hogar en México es singular. ¿Cómo explicar esa particular relación que trasciende el plano laboral? Me refiero al afecto que gradualmente se construye entre ambas partes e inevitablemente convierte a personas como Libo en un miembro incuestionable de la familia para la que también trabaja. Alfonso Cuarón consigue retratar la complejidad de esta relación, utilizando para ello un lenguaje fílmico impecable, realista y humano. Asimismo, es una carta de amor a Libo y a la familia del director. 

 

Es también un homenaje al país y a la Ciudad de México de entonces; es decir, a los elementos cotidianos como el sonido del vendedor de camotes o del afilador de cuchillos, o los puestos ambulantes al salir del cine que venden dulces y juguetes de todo tipo, que someten a poderes mágicos a propios y extraños. Si es que alguna vez hubo temor a que desapareciesen estos destellos de magia, Roma es testimonio de que, a pesar de todo, no lo harán: vivirán en nuestros corazones o, al menos, en pantalla grande. 

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