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Reseña
Phantom Thread

por Rainer Matos

1 de marzo de 2018

Dejando de lado que las ceremonias de entrega de premios al cine son más recordadas y divinizadas por el vestido de alguna actriz o por la foto que se tomaron tales o cuales artistas —o, en nuestra extraña actualidad, por tal o cual discurso dramático y “políticamente correcto”—, y no por las películas mismas, hay un tipo de cine que, pese a ser criticado por su “lentitud”, pese a —o merced a— salirse de los valores y ridiculeces estadunidenses promedio, termina por reconocerse y premiarse porque, a fin de cuentas, lo merece en cualquier ejercicio de objetividad.

El cine que ha creado y al que ha dedicado su carrera Paul Thomas Anderson es ejemplo de esa solidez creativa, en principio, inquebrantable. Desde Hard Eight (1996), dirigida a sus 25 años, Anderson selló su camino hacia la seriedad y la calidad cinematográficas que lo acompañan hasta la fecha, con el acento puesto desde entonces sobre actuaciones memorables y una fotografía peculiar, apadrinada por Robert Elswit. Estos dos elementos son los que Anderson ha cultivado por encima de cualquier otro en la mayoría de sus filmes.

 

Sin olvidar la originalidad de películas como Boogie Nights (1997), donde el contraste entre fama y perdición es el bajo continuo del oficio de un director de cine —aquí Anderson se probaba a sí mismo—, o Magnolia (1999), que Roger Ebert describió como “una forma de éxtasis operático”, es el Anderson maduro, el de la última década, el que ha hecho que se vuelva a creer en el cine. Dicha madurez no podía iniciar de manera más atinada que con There Will Be Blood (2007), su primer trabajo con Daniel Day-Lewis, garantía para cualquier director. La suma de ambos talentos —además de la música tensa y precisa tan característica de Jonny Greenwood, guitarrista de Radiohead— dio como resultado una cinta magistral en todo aspecto que, por momentos, evoca la perfección (y a la magistral iluminación) a la que nos acostumbró Stanley Kubrick.

Anderson se consolidó como uno de los mejores directores de su generación con su siguiente trabajo, The Master (2012), una crítica a la cultura estadunidense de posguerra, de mercado, en donde los veteranos no encajaban y tomaban la salida fácil de los charlatanes que prometían otro tipo de paraíso. Con un Philip Seymour Hoffman —el “muso” de Anderson en casi todas sus películas— y un Joaquin Phoenix sublimes, The Master se ubicó pronto como una de las mejores películas del siglo que comienza.

Tras una breve distracción —en muchos sentidos— en Inherent Vice (2014), acaso más accidentada y compleja que sus dos antecesoras —pero que tampoco cae tanto como su tragicomedia Punch-Drunk Love (2002)—, Anderson regresa ahora con Phantom Thread (2017), traducida como El hilo fantasma, donde una vez más son la actuación y la fotografía lo que resalta por encima de todo. Hay una buena razón para ello: un sublime Daniel Day-Lewis, otra vez, en la que parece ser su última cinta a partir de un “impulso inexplicable” que se le metió en la cabeza. Otra razón es la luxemburguesa Vicky Krieps, talento joven que encanta con cierta magia e inocencia al espectador y cuya dupla con Day-Lewis es absolutamente fenomenal. Krieps tiene una facultad vista en pocas actrices para expresar, casi con la misma mirada, angustia, alegría y tristeza a la vez. La fotografía, ahora a cargo del propio Anderson, resulta abrumadoramente simple pero precisa, tanto como la música de Greenwood que, en esta ocasión, se separa por completo de lo que ya se le conoce.

El hilo fantasma retrata la historia de un prestigiadísimo diseñador de moda británico en los años cincuenta, Reynolds Woodcock —concebido como una mezcla entre el británico Charles James y el español Cristóbal Balenciaga—, que un buen día se enamora de una mesera, Alma Elson, y se la lleva a casa. No es muy claro al inicio, y en ello recae parte de la esencia del filme, si Woodcock quiere casarse, acostarse o inspirarse con ella, o si quiere convertirla en su modelo universal dado que tiene “medidas perfectas”. El problema para Alma, que sí se enamora desde un inicio, será la hermana de Reynolds, Cyril, con la cual él tiene una relación de dependencia brutal.

El trío comenzará a vivir en compañía y Alma tendrá que ir enamorando a Reynolds trasgrediendo su vida perfecta, de cronómetro, pero descubrirá que mientras más rebasa los valores y reglas de los Woodcock, más se hartará Reynolds de ella —en un camino paralelo al enamoramiento pleno hacia su musa. De esa manera, después de media película, Alma encontrará la fórmula adecuada para tener a Reynolds a sus pies cada tanto, cuando ella quiera y, en realidad, cada vez que ella también se harte de él.

El hilo fantasma se irá tejiendo, pues, alrededor del incómodo trío, enlazando la vida rígida de los Woodcock con la espontaneidad e inocencia de Alma. Serán las escenas en que se cuestione el modo de vivir de ambos hermanos donde se experimenten los momentos álgidos del filme; donde valdrá la pena el entrelazamiento de diferentes hilos en un punto de cruz entre actuación, fotografía, música, iluminación, edición y, por sabido, dirección.

No sólo es El hilo fantasma un regreso al cine al que ya nos tiene acostumbrados y que se ha vuelto un clásico viniendo de él, sino que hay un hilo fantasma en el historial de Paul Thomas Anderson que ata cada una de sus producciones en un todo inclasificable, fascinante y, por fortuna, extraordinariamente necesario.

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