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Reseña
Los Adioses
por Mónica Martínez

4 de septiembre de 2018

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Dolores Castro fue la mejor amiga, y compañera de viajes, de Rosario Castellanos desde que tenían 14 años y hasta la muerte de la Embajadora. En la memoria de Castro, Castellanos aborrecía, desde muy joven, la idea de casarse y tener hijos. El amor es cosa distinta, y el conjuro del hombre cuyo amor es refugio puede cambiar los planes más sólidos y detallados. Natalia Beristáin —una directora fresa que descubrió a Castellanos al tratar de entender las relaciones domésticas de pareja (Cartas a Ricardo, CONACULTA, 1994)— prefirió retratarla como una mujer fallida y contradictoria, capaz de ser "cualquiera de nosotras" y no el figurín literato o el nombre ajeno de heroína de la patria. Popularizar la esencia de una mujer de mediados del siglo veinte es una apuesta más comercial que reflexiva; es, en corto, desnudarla de su identidad política y de su configuración pública y combativa. Acaso el retrato que Beristáin hace de Castellanos es el capricho de darle cuerpo a una confidente imaginaria con quien “ir a echarse unos mezcales” para intentar curarse el mal de amores. Tal vez al espectador le intrigue más esta idea, porque es más seductora la posibilidad de relacionarnos con una mujer malhadada, que con una literata pionera del feminismo contemporáneo. 

Los adioses es un retrato de la vida de Rosario Castellanos (Karina Gidi) únicamente a partir de Ricardo Guerra (Daniel Giménez Cacho). Es, sobre todo, un drama íntimo encendido por los celos profesionales del intelectual cuya prolificidad se opaca junto a la genialidad de su esposa. La historia de amor, que inicia en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM languidece por una envidia que sólo puede carcomer la pasión y el amor. Una y otra vez, de prólogo a epílogo, el niño Guerra es apenas capaz de corresponder el anhelo de Rosario. Su retrato es de niña irresoluta por encima de ser una joven viajera, letrada y aventurera, aunque fuera tímida y enamoradiza. Esas cartas, en realidad, se vuelven únicamente constancia de un matrimonio desdichado, de una mujer cuya piel pierde lozanía y cuyo cuerpo gana surcos que la avergüenzan. Las cartas y poemas se vuelven chocantemente personales, llenas de dudas como si aquello no fuera el motor mismo de la poetisa. Dudar del matrimonio, dudar de la maternidad, pero no dudar de las palabras de Ricardo se vuelve el pecado capital de Castellanos. 

En sus palabras, la apuesta de Beristáin es “cuestionar y quitar el sello de perfección” al feminismo de Castellanos. Parecería obvio apuntar, pero quizá no lo es, que ser feminista es una batalla de cuerpo entero en la que los moretones y las cicatrices no son imperfecciones; sino signos de caminos andados, de ganancias mili o kilométricas, dependiendo el ángulo del que se mire, de corazones rotos al rojo vivo… ser feminista, abrazar individualmente la causa feminista, no es un antídoto para el mal de amores, ni amuleto contra los hombres cobardes que no saben amar sin complejos. 

En la sala 2 de la Cineteca Nacional, a pesar de que cada trago que mi vecino de butaca le da a su Coca-Cola de 600 mililitros me regresaba un gas nauseabundo, mezcla de chorizo y picante, me entregué a la película sin estos miramientos. Disfruté de la paleta que endulza la fotografía de la cinta y disfruté también de las uñas perfectamente manicuradas, las pestañas tupidas, el vestuario de época, las jacarandas de la Facultad y las bellas tazas de vidrio verde en las que el café aparece como magia. La magia de María, que es, como tantas otras Marías o Herlindas, la que permite a ciertas feministas el privilegio de la contemplación, la libertad de la escritura que no se distrae, si no lo desea, con la existencia a deshora de su hijo. Disfruté, casi sin reserva, pensar en cómo se hubiera vestido y desvestido la autora de tantas letras que para mí son identidad. Disfruté de asomarme, con morbo, tal vez, a la intimidad de las cartas de amor y desamor de una rebelde de la misma época en la que mi abuela, con su formación de enfermera en un país en el que las mujeres se educaban como anomalía, se enamoró y eligió fugarse en tren a un pueblo perdido en el verdor de Veracruz para vivir una vida doméstica llena de infelicidad. 

Rosario Castellanos eligió un camino alternativo. Eligió dejar las infidelidades de Ricardo y las distracciones de Gabriel, eligió darle forma a su espacio mediante las palabras. Eligió la política y el compromiso con la vida pública, eligió dar la batalla para "adquirir y conservar su personalidad". Es producto artístico y, por tanto, subjetivo y egoísta, pero descuidar el contexto en el que Castellanos siente y escribe es un error que diluye el significado de la película. El discurso que ofrece sola, ante las cámaras y el presidente Echeverría, porque en la cinta Guerra ha elegido no acompañarla, sucede apenas unos meses antes de emprender su labor diplomática en Israel, con aquel sello arabista en la política exterior del Ejecutivo. Es un discurso maravilloso, que marca el inicio de la última etapa de una mujer para quien “la libertad fue la única atmósfera respirable”. 

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