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Reseña
Las niñas bien
por María Guillén Garza Ramos

30 de abril de 2019

Las niñas bien 4

"Sería presuntuoso hacer lo contrario" ...con esa frase, la directora francesa Claire Denis explicó muy brevemente por qué Chocolat (1988), la historia de una familia en Camerún, se centraba en el punto de vista de una mujer blanca y francesa. La respuesta tiene sentido. Supongo que para ella —mujer blanca y francesa— sería muy difícil escribir la historia de un hombre negro camerunés sin caer en todos los clichés y errores producto del desconocimiento. Su respuesta es rara, pues en estos tiempos resulta casi imposible que una figura pública reconozca su ignorancia, figurar se ha convertido en sinónimo de tener todas las respuestas. Ella en cambio prefiere ser sincera: yo no sabría cómo contar esa historia. 

Es una lección que muchos cineastas pasan de largo, pues aceptar la ignorancia es el primer paso para subsanarla. Si uno empieza por aceptar que no entiende al personaje, entonces vale la pena ya sea cambiar de historia o ponerse a investigar en serio. Así, este preámbulo (que escribí sin querer en tono de sermón) es una excusa para quejarme sobre aquellas películas que han tratado de hacerse pasar por "la cruda realidad mexicana" cuando la vida de quienes las escriben ha sido todo menos cruda. De todas esas historias del México sórdido de pobreza y violencia escritas por personas que no han salido de Coyoacán y sus alrededores. Los dramas priistas que se cuentan desde un total desconocimiento de la política, reduciéndola a un mundo frío, maquiavélico, de frases solemnes y mucho gel. Como diría Mauricio Tenorio, a diferencia de muchos intelectuales mexicanos "al menos, Juanga nunca cantó lo que no sabía o no sentía". 

Esa reflexión da pie al verdadero motivo de este texto, mi pequeño elogio a Las niñas bien (2018), una pieza maravillosa de Alejandra Márquez Abella y en muchos aspectos excepcional. Situada en el México de 1982, la película narra la crisis económica desde el punto de vista de Sofía de Garay, una mujer rica que pierde su fortuna de golpe y se rehúsa a aceptarlo. Es un mundo de hombreras, visitas al salón, vestidos y trajes sastre, barniz, tenis a las doce en el club, desayuno con las amigas, casas gigantescas, chequeras, vivir a crédito y cenas en el Champs -Élysées donde "tienes que pedir los escargots". También es un mundo de dudas, angustias, y con la desgastante necesidad de siempre estar a la altura de lo que esperan los demás, mirar con lástima a un esposo que contempla adormilado el incendio de su reino y decide beber hasta quedarse dormido o estampar su cochecito de juguete una y otra vez contra la pared del patio. Al verla anunciada era difícil saber en qué iba a resultar, si sería otra comedia ligera sobre las peripecias de una mujer rica empobrecida por una mala jugada del destino. Supera con creces esa etiqueta. 

Quizá lo que valga la pena recalcar es la audacia de haber elegido esta historia en particular, porque sí la conocemos y la entendemos más de lo que nos gustaría. En muchos aspectos, la historia de las niñas bien no es sólo de ellas, sino que abarca todas esas conductas, vicios, aspiraciones que permean en una sociedad profundamente abusiva y desigual. Además de que muchos directores, guionistas y actores han tenido una vida que se asemeja más a la de Sofía, que a los personajes inventados con total libertad desde la comodidad de su imaginación. Y por alguna razón, pudor supongo, habían omitido retratarlos, que de alguna forma era retratarse a sí mismos. El resultado era una amplia oferta cinematográfica de ricos inexistentes, todos muy malos o muy tontos o que dicen mucho weeeeeeey. 

 

Por muchas razones, la historia es una suerte de espejo deformado. Y no hay que confundir empatía con enaltecimiento. Nunca resultan admirables ni virtuosos, son señoritas y señoritos con los defectos que conocemos y despreciamos de una élite que tiende a mirar hacia abajo y decir frases como: "no se junten con mexicanos" a sus hijos pequeños que mandaron al campamento en el extranjero. Sin embargo, no los conocíamos en pantalla como personas o personajes, sino como hipérboles deformadas y gritonas. Las actuaciones son todo lo contrario: Ilse Salas, Cassandra Ciangherotti, Flavio Medina y Paulina Gaitán. Todos respetan a su personaje y lo actúan con gran tino. Ilse Salas hace un trabajo espectacular como protagonista, es Sofía y recuerda la voz de su mamá diciéndole al oído: levanta la cara Sofía, tú eres Sofía de Garay. Es alguien, es (al menos eso cree) lo que todas quieren ser: hermosa, bien vestida, a la moda, intocable. Por ello la actuación es lo que tiene que ser: fría, contenida e introspectiva. Todo está en la mirada, las manos, los ojos y en la ceja despectiva que levanta cuando alguien la incordia. Su poder está en que nada le importa demasiado, tiene autocontrol, nada de exponerse y mostrarse vulnerable frente a los demás. Esa contención se nutre del juego de espejos entre ellas. Sofía se mira al espejo constantemente recordando quién es y cómo tendría que comportarse en cada situación. Lo mismo sucede con sus amigas del club, todas se miran, se juzgan, se sienten vistas y eso les da poco margen de maniobra. Fernando levántate, le dice a su marido, no quiero que las muchachas crean que su patrón es un bueno para nada. 

 

La actuación va a tono con la película, una película que no subestima a los espectadores los deja ver, escuchar, observar y sacar sus propias conclusiones. Si tuviera que explicar lo anterior diría que no porque una actriz grite su dolor a todo pulmón, se entiende más o menos que si la vemos torcer la boca un segundo. En ese sentido, otro gran acierto de la película es que nunca explica de más, para eso hay imágenes fugaces, diálogos que se escuchan de pasada. Todo eso le quita cualquier sensación de sobre exposición. En el correo están los sobres con las cuentas del table y no necesitamos ver a las bailarinas sobre el esposo o una escena posterior de reclamos y gritos. Sólo es eso, el logo de una mujer desnuda en el correo. Sofía suspira. Qué se le va a hacer. Ni modo que le arme una escena, incluso sacarlo en la conversación sería de mal gusto. Aguantar en silencio, sufrir en silencio, vengarse en silencio. 

Las ridiculeces, frivolidades y mal gusto de la gente bien se despliegan a lo largo de toda la película. Por más vestidos en Nueva York que se compren, México es un hogar poco propicio para “la elegancia”. No se encuentra hoy, y tampoco se encontraba en ese entonces, un presidente dramático capaz de exaltar hasta las lágrimas. Y mientras más desprecian al presidente, por naco, por nacionalista, por priista, ellos no se quedan atrás. Su infinita ignorancia y prepotencia queda a la vista cuando la señora de la casa comprueba con horror que se volvieron a quedar sin agua y pregunta si pueden, no sé, "llamarle al Secretario de Aguas". A lo que su esposo le responde en tono burlón que no hay Secretario de Aguas, "es el Secretario de Recursos Hidráu..." pero no termina la frase porque se da cuenta que tampoco sabe. 

 

No hace falta saber, lo importante es que el gobierno les quitó el agua, así como el gobierno les quitó la casa, y el gobierno los despojó de su muchacha, chofer, jardinero y fotógrafo de cabecera. Los privó de vivir como realmente merecen. Y todo esto sin ser una película que apunta el dedo para decir: “miren qué malos son los ricos”. La verdad es que sin darse cuenta terminan por ser ridículos y esa es su gran tragedia. Ridiculez proveniente de una disonancia cognitiva, bastante real para cualquiera que haya convivido con personas así. Los señores dejan de pagarle al chofer y el pobre Miguel osa romper el pacto feudal que tiene con su patrona y pide que si de favor le pagan la semana. Sofía, ofendida, lo acusa con Fernando y dice que lo tienen que correr, porque Miguel le habló feo. Y ese despotismo, ese no tolerar que a la señora le hablen feo, podría traducirse a tantos escenarios de la vida cotidiana en México. 

No es exclusivo de las niñas bien, la película es una arena de maltrato: a las mujeres, a las muchachas, al chofer o a la nueva rica que osó ser parte del club. Y por último, el maltrato más significativo, el imaginario, de una protagonista para la que nada es suficiente en un país que no le da la vida que se merece.  

La autora cuenta con estudios en Relaciones Internacionales por la UNAM y El Colegio de México. Ha colaborado con textos sobre seguridad y prevención del delito en Animal Político y El Universal. Además, ha publicado en Etcétera, Ágora y en los blogs de (Dis)capacidades y Cultura de Nexos.

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