Elisa Esposito (Sally Hawkins), muda desde la infancia, trabaja el turno nocturno como afanadora de un laboratorio secreto del ejército estadunidense a inicios de la década de 1960, en plena Guerra Fría. La rutina burocrática de la tarjeta de registro —que consiste en escuchar las quejas y anécdotas de su colega y amiga Zelda (Octavia Spencer) sobre su vida marital, trapear los extensos túneles y cenar sándwiches— contrasta con la vida fuera de su empleo en la que es una mujer soltera e independiente y, en términos generales, feliz. Lejos de la imagen de damisela en apuros. Goza de la comodidad de su amplio departamento, su sexualidad —se masturba al ritmo del temporizador, mientras espera la cocción de los huevos que almorzará antes de ir al trabajo—; y disfruta de películas de los treinta protagonizadas por Shirley Temple —como The Little Colonel (1935) de David Butler— con su amigo y vecino Giles (Richard Jenkins), un hombre gay que ha visto pasar sus mejores años como dibujante publicitario.
Un día los funcionarios y científicos del laboratorio le informan a Elisa y a Zelda que ha llegado un nuevo espécimen proveniente de un río ubicado en el cono sur del continente, y que ambas tienen alrededor de veinte minutos diarios para limpiar oportunamente la sala y tanques que albergan al nuevo huésped. Se trata de un anfibio (Doug Jones) que se asemeja a El monstruo de la laguna negra (Jack Arnold, 1954), y que puede comprender lenguaje y emociones humanas. En su tierra natal lo adoraban como una deidad, en el laboratorio, en cambio, el nuevo jefe de seguridad —el coronel sureño Richard Strickland (Michael Shannon)— lo trata violentamente como un experimento para hacer frente a la supuesta amenaza soviética en la carrera por la conquista del espacio exterior.
La curiosidad del aseo diario acerca a Elisa a la criatura y juntos forman un vínculo afectivo. Así, comparten huevos cocidos y emparedados, y bailan al ritmo de los discos de jazz. Sin embargo, las decisiones del mando militar que favorecen la disección de la criatura invitan a Elisa y a sus amigos, y a un inesperado aliado —el Dr. Robert Hoffstetler (Michael Stuhlbarg), un espía ruso infiltrado como científico en el laboratorio—, a rescatar al hombre anfibio y liberarlo en el océano.
De entrada, resulta interesante que aquí los protagonistas son aquellos que suelen pasar desapercibidos como las personas del aseo, y que los villanos y héroes no se presentan con una mirada maniquea, sino en varias tonalidades de gris. Esto sirve, en buena medida, por la presentación de microhistorias, pequeños cortometrajes dentro de la película, que retratan la vida de todos los personajes. Desde los intentos de Giles de conquistar a un joven empleado de una franquicia que vende un pie de limón incomible, hasta los dilemas de Hoffstetler por recuperar su nombre (Dimitri Mosenkov) y los ideales científicos que le hicieron convertirse en espía y defender a la madre patria.
Aunque quizá la fotografía más interesante es la de Strickland. En una primera aproximación parece de típico villano de cliché, pero en una segunda toma resulta alguien digno de interés. Un hombre atractivo, de pinta educada —él mismo defiende repetidamente su decencia basada en su religiosidad y en su disciplinada carrera militar—, bien vestido y con placeres aparentemente sencillos (disfruta unos dulces baratos que mastica desde la infancia). Sin embargo, es un hombre conflictuado con su masculinidad, se ve en la necesidad de orinar frente a sus empleadas o de lavarse las manos sólo antes de ir al baño, y no después, para afirmar supuestamente su virilidad. Este conflicto también está en el entendimiento de su sexualidad que contrasta con el de Elisa.
Detrás de las puertas de su bella casa ubicada en los suburbios, ignora a sus hijos y esposa —que bien podrían pasar por imagen publicitaria de la familia ideal— y tiene sexo con esta última no como una satisfacción mutua, sino como una tarea mecánica que tiene que cumplir y en la que entiende al otro, en este caso su esposa, como un objeto que no tiene voz ni voto. Precisamente eso es lo que asusta de Strickland, que es una persona común y corriente. Alguien que uno puede hallar en el trabajo o en la calle y que en algunos casos representa el prototipo de hombre ideal que algunos aspiran a ser.
Y es que las criaturas y personajes del director mexicano Guillermo de Toro remiten a preguntas fundamentales sobre el ser humano y sobre los elementos que nos hacen ajenos al ideal de su significado. En otras palabras, qué anomalías y desviaciones convierten a alguien en un ser fantástico, o en algo que causa espanto, es decir, que posee características crueles, feas o perversas. Y Del Toro no se refiere necesariamente a la apariencia humana, sino a las consecuencias de las decisiones tomadas que configuran quiénes somos y a los sentimientos obsesivos persistentes y torturadores —aquellos que, en ocasiones, toman vida propia como creaciones monstruosas.
Como lo sugiere su filmografía ese monstruo puede ser un abuelo cariñoso convertido en un hombre rejuvenecido por medio de un artefacto místico, aunque adicto como consecuencia a la sangre humana —incluso a la de su nieta— (Cronos, 1993); o el insecto creado para terminar con una epidemia, pero que en el olvido evoluciona, mimetiza y amenaza la supervivencia de sus creadores (Mimic, 1997). También puede ser un portero, huérfano desde la infancia, encaprichado con una fortuna republicana que convierte su violencia en algo más terrorífico que los fantasmas que rondan el orfanato que custodia durante la Guerra Civil Española (El Espinazo del Diablo, 2001); o un cazador de vampiros que se une a estos para acabar con una amenaza para ambas especies (Blade II, 2002); y del mismo modo, puede ser un bebé demonio traído por miembros de la Sociedad Thule desde un portal y rescatado por los Aliados para convertirlo en el héroe que defienda a la humanidad de lo oculto, paranormal y sobrenatural —Hellboy (2004) y Hellboy II: The Golden Army (2008).
Esta representación de lo monstruoso también se aprecia en la aproximación de Del Toro a la infancia de una niña y su apego a una fantasía onírica que le permite hacer frente a los horrores de la posguerra, representados a su vez por un capitán de la Policía Armada franquista obsesionado con Falange y con el legado militar de su padre en el frente marroquí (El laberinto del fauno, 2006). Asimismo, está presente en las criaturas robóticas del tamaño de rascacielos —y controladas por el enlace mental y espiritual de sus tripulantes— y en el enfrentamiento con los recuerdos más tristes de sus protagonistas y, desde luego, con los gigantescos monstruos alienígenas que amenazan con destruir lo que resta del planeta (Pacific Rim, 2013). Y de vuelta al mundo fantasmal, también se encuentra en su mirada a las casas embrujadas o al amor prohibido y fraternal que desencadena efectos sanguinarios, como la arcilla roja de La Cumbre Escarlata (2015).
No todas sus representaciones son perfectas; por el contrario, distan de serlo. En ocasiones ese entusiasmo infantil que caracteriza el género fantástico que defiende a capa y espada —y que permite su imaginación desbordada— no se resuelve en la edición. Y, por consiguiente, el desorden hace que sus cintas carezcan de sustancia y armonía. Es decir, intenta sin disciplina u orden cubrir múltiples géneros, temas e inquietudes —más de lo que es posible abarcar en el tiempo que dura una proyección. Sin embargo, su pasión y fervor son innegables, y no dejan de ser interesantes. Ha sido, como ha afirmado recientemente, fiel a los monstruos —entendidos por él como santos patronos de las imperfecciones del ser humano. Sus monstruos son lo que le ha permitido mantenerse fiel a su estilo —a pesar y en virtud de la industria en la que se desempeña—, pues conceden y representan la posibilidad del fracaso y del éxito, y son a su vez una fotografía alternativa de la realidad.
La Forma del Agua no se aleja de esa premisa. De hecho, combina géneros de forma arriesgada y bizarra. Agrega un elemento sexual entre una criatura anfibia y un humano, y un homenaje al cine clásico o de la época dorada de Hollywood. El departamento de la protagonista se encuentra en el mismo edifico (literalmente encima) de una sala de cine que proyecta una doble función: un musical, Mardi Grass (1958) de Edmund Goulding, y un drama bíblico, The Story of Ruth (1960) de Henry Koster. Y cerca del desenlace Del Toro recurre a otra secuencia de musical —en particular a la canción “You’ll Never Know, Just How Much, I Love You” de la cinta Four Jills in a Jeep (William A. Seiter, 1943)— para mostrarnos a una Elisa que ha recuperado su voz, mientras canta y baila románticamente con el anfibio. Funcionan asombrosamente bien en la pantalla, aunque aquí se lea inadmisible.
Se trata de una película con un tono más amable y esperanzador que sus anteriores, y ahí algo de la crítica. Sin embargo, no es una historia color de rosa. Está muy lejos de serlo. Y tal vez ese tono más positivo es lo que necesitamos en estos tiempos aciagos: que la belleza se mire y se entienda a través de otras gafas. De cualquier forma, a pesar de esta nueva aproximación, de telón de fondo continúa la discusión de la dicotomía entre humanidad y monstruosidad que ha estado presente a lo largo de su filmografía, y, por tanto, aún se pregunta sobre las fronteras borrosas que limitan y definen a cada una. Y recuerda a su vez una antigua moraleja: las apariencias engañan sobre todo si no comprendemos del todo al prójimo. El agua como el amor no tienen una forma estrictamente definida y tampoco el cine, como lo ha demostrado Del Toro.