Crecer es difícil. Cientos de películas han documentado esta complicada etapa de la vida, en donde las emociones se encuentran a flor de piel y la confusión y la frustración parecen ser constantes e interminables. Hollywood siempre ha tenido muy clara no solo la rentabilidad de crear historias para adolescentes (algunos de sus mayores éxitos de taquilla provienen de este género), sino su enorme potencial para analizar y reflexionar sobre los sueños y aspiraciones de las nuevas generaciones, la forma en que perciben e interactúan con sus pares, familias y entornos y su dificultad para insertarse y comprender un mundo creado y formado desde antes de que ellos llegaran y que eventualmente se verán obligados a cambiar o replicar.
Desde James Dean reclamando a gritos que el mundo lo está desgarrando (Rebel without a cause, Nicholas Ray, 1955), hasta Natalie Wood recitando histéricamente un poema a la pérdida de la inocencia y el amor adolescente perdido (Splendor in the grass, Elia Kazan, 1961), pasando por los cuasi terroristas Winona Ryder y Christian Slater queriendo dinamitar la escuela para germinar la semilla que permitirá la construcción de un nuevo mundo (Heathers, Michael Lehman, 1988) y Sissy Spacek destruyendo todo su alrededor en un arranque de locura telequinética derivada de años de maltrato psicológico y bullying (Carrie, Brian de Palma, 1976), Hollywood ha plasmado el potencial destructor de la angustia adolescente y su frustración ante una sociedad y un mundo que no solo no los comprende, sino que no hace el menor esfuerzo por intentar hacerlo.
En los últimos años, sin embargo, la visión de la propia industria del entretenimiento estadunidense con respecto al tema de la angustia juvenil ha ido transformándose. Desde propuestas cinematográficas —Juno (2007) de Jason Reitman sería un claro ejemplo de ello— hasta televisivas —tal vez el caso más paradigmático sería 13 Reasons Why (2017) de Brian Yorkey—, las historias de adolescentes de los últimos años han buscado dejar un tanto de lado los clichés del género y narrar las historias de jóvenes ordinarios, en un periodo de cambios y transformaciones, susceptibles a cometer errores y obligados a responder a las consecuencias de los mismos.
Lady Bird de Greta Gerwig encaja a la perfección en este nuevo interés de Hollywood por contar historias más complejas sobre el mundo adolescente. Gerwig no solo dirige la película, sino que también escribió el guión basándose en su propia experiencia como una rebelde y creativa joven proveniente de una familia de clase media-baja californiana. Conocida hasta el momento por su trabajo actoral —en particular su reconocido papel en Frances Ha (Noah Baumbach, 2012) y recientemente en Jackie (Pablo Larraín, 2016) y 20th Century Women (Mike Mills, 2016)—, Gerwig hace un extraordinario trabajo para transportarnos al mundo de las pasiones, miedos y sueños adolescentes. El guión está dotado de frescura y humor y nos transporta a la multicultural California de principios del siglo XXI, en donde la tecnología apenas está entrando en la cotidianidad de la vida adolescente (“Lady Bird”, por ejemplo, no tiene celular) y las comunidades latinas y blancas coexisten de forma civilizada y pacífica, lejos de los radicalismos trumpianos y las tensiones raciales que se han experimentado en Estados Unidos en los últimos años.
Dicha tarea no hubiese sido viable sin el apoyo de un sólido elenco actoral, quienes soportan la carga emocional de la cinta. Saoirse Ronan continúa con su impresionante trayectoria que, a los 23 años, incluye dos nominaciones al Oscar en las categorías de actriz —Brooklyn (John Crowley, 2015)— y actriz de reparto —Atonement (Joe Wright, 2017)— y dos premios como mejor actriz de la Asociación de Críticos de Nueva York (Brooklyn y Lady Bird). Ronan interpreta a la protagonista Christine “Lady Bird” McPherson, una rebelde adolescente de 17 años que estudia el último año de preparatoria en una escuela privada católica de Sacramento, California. Su trabajo es impecable: transpira inocencia, rebeldía, impulsividad y nobleza simultáneamente. Ronan es una artista nata capaz de expresar una mirada un rango completo de emociones y reafirma lo que ya había mostrado en Brooklyn: que es una actriz de primer nivel (con un aire a Meryl Streep o Vanessa Redgrave), tal vez la mejor de su generación.
La rebelde “Lady Bird” se encuentra inconforme con la monótona vida de Sacramento (el Midwest de Caifornia, según la protagonista), tiene una volátil relación con su madre, problemas económicos en su familia, dificultades para encajar en su escuela, confusión sobre futuro e interés cada vez más marcado en experimentar en los terrenos afectivo y sexual. Su relación con su madre, una extraordinaria Laurie Metcalf, es de particular importancia para la trama. Metclaf interpreta a la intensa madre de “Lady Bird”, una mujer neurótica y amorosa, abrumada ante la responsabilidad de ser el soporte económico y emocional de su hogar, frustrada ante la imposibilidad de apoyar a su hija en realizar sus sueños y orillada a la (nada placentera) tarea de poner los pies de “Lady Bird” en la tierra.
El resto de los personajes de reparto nos ayudan a comprender el mundo de “Lady Bird” y nos ofrecen otras perspectivas de la angustia adolescente. Desde el cariñoso padre deprimido, hasta la inseparable compañera de aventuras, pasando por sus intereses amorosos (las revelaciones del 2016 y 2017 respectivamente: Lucas Hodge y Timonthée Chalamet), las simpáticas monjas y los excéntricos miembros de su familia. La ambientación, las tonalidades, la música, la casa, el cuarto, ayudan a transportarnos a un mundo que ya no existe (a pesar de que se encuentra ambientada hace sólo algunos años) y a una etapa que muchos de nosotros, probablemente, ya habíamos olvidado. Aunque el final es esperanzador, hay un elemento sutil que nos recuerda el amargo trago de crecer: la soledad y la permanente noción de no pertenecer siguen presentes en la vida de “Lady Bird” dentro y fuera de Sacramento, dentro y fuera del seno familiar, dentro y fuera de la escuela de monjas.
No se extrañen si Lady Bird obtiene el premio de la Academia a la mejor película del 2017. En los últimos meses Ronan y Metcalf han arrasado con los premios de actuación en los círculos de críticos y el trabajo de Gerwig como guionista y directora ha sido universalmente aclamado. Las tres son seguras nominadas para la famosa y polémica ceremonia a celebrarse en el próximo mes de marzo. Después de todo, los miembros de la Academia y los críticos, como todos nosotros, también fueron “Lady Birds” en algún momento. Todos fuimos adolescentes en algún momento. Todos nos sentimos fuera de lugar en algún momento. Todos chocamos con nuestros padres en algún momento. Todos llegamos a despreciar profundamente nuestro entorno, nuestro pueblo, nuestra ciudad, nuestro país, en algún momento. Todos soñamos con empezar nuevamente de cero en algún momento.
Algunos, como Christine, tuvimos la oportunidad de ver el pasto del otro lado de la cerca. La experiencia de hacerlo nos permitió crecer personal y profesionalmente, vivir experiencias que nunca imaginamos y dar a esos adolescentes rebeldes e inconformes la satisfacción de que sí se puede cambiar el rumbo de tu vida con valor y empeño. No obstante, como descubre Christine al final de la película, la pertenencia es algo mucho más profundo que el lugar geográfico en el que te encuentras parado, es tu forma de ver el mundo, los lugares a los que vas cuando te encuentra solo, las personas a las que recurres en caso de necesidad. La melancólica mirada de Gerwig nos recuerda la importancia de hacer las paces con el pasado y de reconocer que en la vida no está pintada en blancos ni negros, sino en muchas tonalidades de gris.