Un hombre ligeramente encorvado con gabardina y sombrero camina en una calle semioscura del Chicago de finales de los sesenta. Termina su cigarro y entra a un bar. Anuncia su llegada y muestra una placa al barman. Es un agente federal que investiga el caso de un vehículo robado. Ordena a un grupo de jóvenes vaciar sus bolsillos. Llenan la mesa de billar de carteras, llaves, monedas. Titubea. Lo descubren. No es un agente. Sólo pretendía robar a los clientes. William “Bill” O'Neal (Lakeith Stanfield) toma unas llaves y huye. Consigue robar un coche. No llega muy lejos. El sonido de las sirenas detiene su marcha.
Ahora se encuentra esposado, con la cara ensangrentada. Un hombre robusto se presenta. Roy Mitchell (Jesse Plemons) le muestra una placa del FBI y pregunta qué hay detrás del uso de una placa falsa: por qué no optar por un cuchillo o un arma como otros. La respuesta es directa, simple, sin titubeos: una placa da más miedo que un arma… cualquiera puede conseguir un arma, pero tener una placa da la sensación de tener un ejército a disposición. El interrogatorio cambia y ahora el policía pregunta qué piensa respecto a los homicidios de Martin Luther King y de Malcolm X. Aunque el detenido confiesa su molestia por los crímenes, reconoce que nunca había reflexionado sobre ellos. Entonces Roy le hace una propuesta. Le ofrece condonar una pena de varios años en prisión a cambio de trabajar para el Estado, como infiltrado, para contener una amenaza a la seguridad interior imaginada por J. Edgar Hoover (Martin Sheen): un mesías afroamericano con la capacidad de reunir en un sólo movimiento distintas agendas organizacionales y revolucionar la vida idílica estadunidense.
El líder de las Panteras Negras en Chicago, Fred Hampton (Daniel Kaluuya), se presenta como un talentoso orador ante un grupo de estudiantes. Antes de dormir reproduce en un tocadiscos los discursos del Dr. King. Los escucha con la disciplina de un discípulo. Sin embargo, en el estrado son estilos distintos; y aunque ambos son contudentes, Fred se aleja de la mesura de King. Frente a un salón de clases repasa su aproximación a Mao y el intercambio de los conceptos de política y guerra. Clama por la revolución, por tomar las armas si el pueblo lo decide. Se define constantemente como revolucionario. Afirma que el enemigo no distingue entre orígenes étnicos, nacionales o estratos económicos y que sólo es uno: el Estado capitalista.
Judas and The Black Messiah (Shaka King, 2020) no se interesa mucho por el origen de sus personajes, ni importan otras cosas que no sean la imagen pública. Lo personal se relega: incluso la relación de Fred con su novia, Akua Njeri (Dominique Fishback), pasa a segundo plano. Se desconoce si Bill tiene familia, intereses amorosos, pasatiempos o qué hace con el dinero que obtiene como infiltrado. No obstante, sus titubeos o su presunta simpatía por las Panteras también son sólo asomos, tampoco hay mucho de la cotidianeidad de la organización como su famoso programa de desayunos a niños.
No hay, por el contrario, reservas sobre el desenlace de estos personajes. Fred fue asesinado y Bill continuó como informante hasta que ingresó a un programa federal de testigos protegidos a inicios de los setenta. La película comparte algunos extractos de una entrevista que el verdadero Bill dio a la PBS a finales de los ochenta como parte de un documental sobre el movimiento por los derechos civiles, y en el que narra como fue reclutado y el papel que desempeñó como informante. El día de su estreno Bill se quitó la vida. Lo que no se comparte en la película, sin embargo, es el sentimiento de culpa. Según su tío, a pesar de que Bill negó públicamente lealtad a las Panteras, sus pecados lo torturaron el resto de su vida.
Son pocas las secuencias que complejizan a los personajes y acaso hubiese sido interesante desarrollar con más amplitud cómo jóvenes de escasos veinte años llegaron ahí; por ejemplo, la conversación donde Fred confiesa el detonante de su activismo: el linchamiento de Emmet Till en agosto de 1955, vecino de su familia y al que su madre solía cuidar de niño.
En una entrevista con Günter Gaus, Hannah Arendt se refirió a la distinción entre hechos y opiniones a propósito del juicio de Eichmann; y si los Estados estaban interesados en divulgar la verdad, los hechos, de acontecimientos monstruosos, difíciles de asimilar, y que ya habían sido de alguna forma rebasados por el tiempo. Remite aquí a la respuesta vergonzosa del Estado estadunidense a las demandas civiles de la década de 1960: el racismo, la violación sistemática los derechos humanos por medio del desconocimiento de la condición de ciertos grupos como ciudadanos y la violencia extrajudicial. Son hechos, no opiniones. De alguna forma, la incapacidad de lidiar con este dilema no resuelto aún se refleja en la conversación y en el espacio público de Estados Unidos. A diferencia de Spike Lee con Da 5 Bloods (2020), Shaka King no trae al presente esta discusión de forma explícita; sin embargo, la violencia policial retratada en la película tiende puentes con el presente.
Bill inicia desde abajo, construye confianza meticulosamente, y escala poco a poco hasta el círculo cercano de Fred, para después compartir disciplinadamente sus hallazgos a Mitchell, que lo recompensa con dinero en efectivo, con comidas elegantes en un restaurante, y con un habano y un buen trago como invitado de honor en la comodidad del hogar del agente. Es un papel que calca el intercambio, en ocasiones afable, de Todd con Jesse en Breaking Bad (Vince Gilligan, 2008-2013) y sobre todo en El Camino (2019). Pero como en aquella relación detrás de ese rostro amable hay un policía adoctrinado y que poco a poco se politiza. Si en un inicio defiende la idea de que las Panteras y el KKK son un mismo mal, porque se opone a que estos grupos usen la violencia, pronto promueve las ejecuciones extrajudiciales y el amedrentamiento a su informante: abandona una posición aparentemente neutral y se asume abiertamente como racista.
Bill queda en medio de ambos discursos, el del Estado y el de las Panteras; y aunque en apariencia no se decide por ningún bando, acaba contribuyendo a perpetuar la precarización de su entorno. No se personifica necesariamente en Judas, sino en un traidor más. Las oscilaciones de Bill se convierten en su tragedia tanto en la ficción como en la realidad.