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Reseña
ATISBOS DEL PASADO
FICUNAM 2019

por Leonardo Olmos

19 de abril de 2019

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El Festival Internacional de Cine UNAM (FICUNAM) —que en su novena edición se llevó a cabo del 28 de febrero al 10 de marzo de 2019— es quizá el festival universitario de cine más importante de nuestro país. Año con año le ha abierto las puertas a cosmogonías fílmicas que se salen de las estandarizadas normas monetarias e ideológicas del resto de los circuitos de arte cinematográfico en México. Es, además, un espacio donde se cura un catálogo pensando en el público que busca dialogar con la pantalla; uno que se llena de cinéfilos dispuestos a pasar horas en oscuras y silenciosas salas de cine con abstracciones que obligan a redimensionar lo previamente compuesto. Vi varias películas en esta edición, pero opté por siete que considero interesantes para los lectores de CINEMATOGRAFO.

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La flor (Mariano Llinás, 2018)

La flor es la ópera magna de Mariano Llinás que se deja abrazar por la naturaleza literaria de un Cortázar o de la recopilación medieval de "Las mil y una noches" para manipular a su antojo la narrativa y la forma a través de discursos impares, insolutos, reflexivos, exuberantes y frustrantes, pero con un determinado sentido de satisfacción para el espectador famélico de historias. El diagrama es una flor, literal. Son cuatro historias que se cuentan en ascenso sin llegar a una resolución, como pétalos. Es una historia que se abre y cierra sobre sí misma, como un pistilo; y también es una última que desciende sin mostrar un comienzo, como si fuera un tallo. 

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Funciona como antología con seis historias, cuatro actrices, varios formatos y soportes, demasiados géneros, muchos temas: vanguardismo, duetos de cantantes descorazonados, científicos aterrados, espías con crisis de identidad, sectas de escorpiones, aquelarres de brujas, y un director, que, sin tapujos, sale a cámara y dialoga con su paciente audiencia sobre lo que están viendo. Así, el director se comporta serio, burlón, comprensivo. 

 

Con catorce horas de duración es el filme argentino más largo de la historia y dichosamente aprovecha su largometraje para diseccionar un arte, hablar de la era contemporánea contrastada con el romanticismo de ayer. Se acerca al espectador, con el trasero adolorido después de estar sentado tanto tiempo en la oscuridad de una sala de cine, y pregunta si la espera ha valido la pena. Y no, definitivamente no es una película para todos. Sin embargo, aquellos que se aventuren a la experiencia titánica de Llinás con la mente abierta, y dispuestos a discernir con las ideas que aparecen en pantalla, saldrán de la sala adoloridos, quizá, pero con un fuerte sentido de euforia. Rara vez una sola película llena tanto visceral como intelectualmente a quien la observa.

América (Erick Stoll y Chase Whiteside, 2018)

En América, tres hermanos que poco a poco se han separado de sí mismos tienen que juntarse cuando una situación extraordinaria deja a su abuela, la América del título, completamente sola, sin nadie que la ayude y con su hijo, el padre de los hermanos, encarcelado por una denuncia que alega maltrato a su madre. Los hermanos se reúnen y se demuestran amor entre sí, a veces de manera forzada, pero siempre atentos a que la cámara esté grabando. Es un trabajo documental que jamás abusa de la amabilidad de los protagonistas y abre una interrogante: ¿vive en la realidad la persona que acepta la fatalidad de su futuro?, ¿o aquella que se aferra al pasado? 

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No hay una respuesta concreta, ni siquiera una hipótesis cercana que pueda ofrecer contestación a tan volátiles preguntas. Lo cierto es que los realizadores del documental liberan de forma inteligente a los hermanos, que a todas luces actúan cuando el fotógrafo corre la cámara, como elementos fraguados en pos de una lectura teórica del filme. Las contradicciones que se presentan como enjuiciadores de los jóvenes, sumidos en su propio microcosmos, afirman la verdad que ellos quieren escuchar, no necesariamente lo que es real.

Y ante todo eso, América reluce: la mujer que se ve en un espejo y sonríe, la que disimula su humillante incomodidad al ser aseada por sus nietos. Es la emblemática figura con la que los directores redimen un discurso moralmente ambiguo con una historia de amor nuclear que sotierra aristas cínicas; por lo que conmueve con esa sutil frontalidad que desafía a la mirada tierna, casi divina, con la que un niño observa a su abuela.

High Life (Claire Denis, 2018)

 

High Life es la historia de Monte, un criminal enviado al espacio por razones ambiguas y que se queda a la deriva junto a su pequeña hija cuando el resto de la tripulación muere. Son escenarios familiares: ¿cuántas películas sobre aventuras espaciales no enmarcan precisamente ese escenario? La razón detrás de esta familiaridad es que el inmenso, vacío y silencioso espacio exterior siempre aumenta el sentimiento de crisis existencial de los personajes.La diferencia, no obstante, respecto a otras películas similares es su directora: Claire Denis. Ofrece un cine francés turbio y taciturno que ve a su audiencia como seres capaces de complicar imágenes y sonidos abstractos sin necesidad de condescender en su explicación. 

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High Life se aleja de las convenciones de las historias de personas perdidas en el espacio para presentar un filme temáticamente robusto, que reflexiona sobre el idealismo humano, la sexualidad violenta y la perversidad congénita en el alma más ingenua. Las preguntas se lanzan, las respuestas flotan por ahí, y la directora no abandona nunca su rigurosa formalidad que le ha dado renombre por años.

Tarde para morir joven (Dominga Sotomayor, 2018)

Molly Ringwald viaja a Chile después de Pinochet. Es una película con otro escenario familiar, pero con aspiraciones abismalmente distintas, a ratos, por lo menos. Si bien es una cinta desbordada y cursi, los elementos clásicos del cine adolescente que decididamente quiere emular son yuxtapuestos con un trasfondo político, sin que el filme mismo sea incendiario o de falsa solemnidad. En la historia, Sofía despierta ante un distinto amanecer; uno donde de pronto es libre y autónoma y no tiene miedo a hablar o a actuar de la manera que sea. La adolescencia ha llegado y no tiene más interés por caminar tomada de la mano sudorosa de su inmaduro novio, o por escuchar la cansina moraleja sarcástica de los adultos.

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La democracia ha llegado y en ese nuevo amanecer pareciese como si de pronto las opiniones fueran escuchadas y uno tuviera poder de decisión. Sin embargo, Sofía se da cuenta de lo acostumbrados que estaban a que alguien más tomara el control de las cosas y decidiese por ellos. La directora Dominga Sotomayor, de manera inteligente, abre paralelismos entre estos dos escenarios, sin idealizar lo uno ni lo otro —pero tampoco lleva su película a la frialdad temática. Después de todo, esto es un cuento sobre el despertar sexual. Por eso, aquella comparación con el cine de los ochenta protagonizado por la pelirroja actriz estadunidense Molly Ringwald no es gratuita.

Caballerango

(Juan Pablo González, 2018)

El cine documental, más allá del riguroso trabajo periodístico y de investigación que indudablemente debe llevar, presenta una paradoja aún más complicada que la ficción: ¿cómo presentar los hechos ante el espectador? A través de entrevistas a cuadro —los famosos talking heads, por ejemplo— los personajes explican sus vivencias, mientras vemos material de archivo que ilustra lo narrado. No es demerito, por supuesto; pero cuando un documental apuesta por la poesía visual —en este caso, por las atmosferas y los silencios que absorben la pesada oscuridad de una comunidad sumida en la normalizada tragedia personal— el entendimiento del material resulta de otra dimensión: tiene más matices y lecturas aún más dolorosas. 

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Juan Pablo González busca la riqueza en sus imágenes en un terreno donde familiares y amigos de jóvenes (mujeres y hombres) que se han quitado la vida no terminan de entender las razones de tan grisáceo destino. Es el terreno de los caballos que corren, por dinero o por sus vidas. Son espacios vacíos que de pronto se llenan con humos aterradores, y de total expectativa, en la espera de que cosas malas pasen; de que alguien muera a manos propias y no se tenga control para evitarlo —pero con la espera de que lo que se tiene en las manos se quede dónde está y no desparezca al primer parpadeo. Dejar abiertos los ojos por un largo tiempo es físicamente doloroso. También lo es dejar ir a alguien y saber que no volverá jamás. 

The Mountain (Rick Alverson, 2018)

Es el primer filme sobre sueños y sedaciones del festival. También es la película más pop de la muestra, la de la fotografía lechosa, con los cuadros estéticos y filtrados, con pequeños rayones de colores primarios, la asociada con Vice Studios. Con esa toma inicial, una cenital en slow motionde una patinadora artística dando vueltas sobre su propio eje. Con ese filtro de Instagram se esperará que capturara la atención del niño cool. Pero en realidad no. Rick Alverson juega con la belleza de sus cuadros, pero no con fines de superioridad o para alimentar su egolatría. Es un director que te engaña con la estética para desenterrar la suciedad y asco; es decir, el mugrero en el que los personajes se encuentran: ensimismados, desorientados y solos. 

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Abandonado por su madre muerta y por la estoica indiferencia de su padre, Andy (Tye Sheridan) comienza a trabajar como fotógrafo de un extravagante médico especializado en lobotomías. El Dr. Fiennes (Jeff Goldblum), que recientemente ha sido contactado por un curandero para atender a su problemática hija. Con la estructura de una fábula, y las atmosferas de una película de horror, The Mountain funciona por sus discursos dobles y engañosos, por sus apariencias agradables y confortables. Y se requiere paciencia para observar sus estáticas imágenes hasta que la belleza se empieza a deslavar y, de pronto, un profundo sentimiento de horror y psicosis colectiva permea a la audiencia. Es una película donde los sueños se entremezclan con la realidad y se cuestiona sobre la seguridad que otorgan estos a la salud mental.

Long Day’s Journey Into Night (Bi Gan, 2018)

El segundo filme sobre sueños del festival es la segunda obra cinematográfica del poeta visual chino Bi Gan. A sus 26 años estrenó su ópera prima (Kaili Blues de 2015) y ahora retoma argumentos hermanos. Así, cuenta la historia de Luo Hongwu, que regresa a su pueblo natal en Kaili con el pretexto del funeral de su padre —mientras cavila entre sueños y meditaciones sobre la muerte de un viejo amigo y sobre la pérdida de uno de sus amores de vida. La estética es lúgubre con vislumbres neones y el ritmo letárgico, muerto; sus leyendas son abstractas, y recurre a una alteridad en sus imágenes —que divagan y se empalman en la mente de un hombre ensoñado y adormecido. 

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El trabajo poético del director se transforma en procesos cinematográficos que argumentan a través de los formatos que aparecen como filtros de personalidad cósmica. A veces estos buscan a un hombre desparecido que ofrecería sentido al sin sentido, otras se reencuentras a sí mismos en sueños filmados en un plano secuencia de casi una hora en formato 3D. Long Day’s Journey Into Night es el sueño ideal del cine, donde las ideas que se tienen de noche son plasmadas en celuloide y transformadas también en cine digital. Consciente de ello, Bi Gan no sólo interioriza en los sentimientos arraigados de sus personajes, sino en la propia complejidad del séptimo arte —esa que año con año, minuto a minuto, evoluciona a algo más digital, más táctil y manipulable. Fue el perfecto cierre de un festival que precisamente quiere que sus visitantes reconfiguren la idea que se tiene sobre el cine.

El autor es cineasta. Tiene estudios en Negocios, Artes Cinematográficas y Televisivas por la Asociación Mexicana de Cineastas Independientes (AMCI). Colaborador y amigo de CINEMATÓGRAFO. También escribe sobre cine para FilmInLatino, Correspondencias: cine y pensamiento, y en el área de prensa de la Cineteca Nacional.

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