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Reseñas
El irlandés
por Jorge Zendejas

3 de diciembre de 2019

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En la primera secuencia se observan los pasillos de un asilo. Hay personas distrayéndose con juegos de mesa y enfermeros cuidando a sus habitantes. La cámara se tambalea ligeramente durante el recorrido y finalmente se detiene frente a un anciano. El hombre está de espaldas y viste una camisa blanca con rayas verticales y chaleco negro. Se gira ligeramente: es Frank Sheeran (Robert De Niro) —en una actuación que consiste en miradas cargadas de arrepentimiento y nostalgia. Está frente al público. En la mano izquierda porta un anillo de oro y del otro lado se recarga un bastón elegante, labrado en madera. Usa lentes de aumento semioscuros. Mira a la cámara como si fuese una entrevista para un documental, y cuenta que cuando era joven tenía la impresión de que las personas que se dedicaban a pintar casas pintaban casas literalmente; pero, desde luego, qué podía saber él entonces. Así, inicia el recuento de su vida durante el último medio siglo que toma como referencia el recuerdo de un viaje a una boda en Detroit con el líder de la mafia local, Russel Bufalino (Joe Pesci). Las implicaciones del viaje, y el destino final de este trayecto, son el eje transversal de la película.

De acuerdo con Rodrigo Prieto —el director de fotografía de El irlandés— Scorsese buscaba que las imágenes fuesen como un recuerdo de una película casera. Sin embargo, en vez de grabar en 8 o 16 mm para contribuir a esta sensación grabó en 35 mm, y para simular el transcurso del tiempo se modificaron los colores de la imagen en el laboratorio de postproducción, como si fueran memorias de distintas emulsiones fotográficas. Para el decenio de 1950 se emuló una película Kodachrome con el método de revelado sustractivo; para los sesenta Ektachrome; y a partir de la década de 1970 se utiliza retención de plata para que la imagen pierda saturación de color. En otras palabras, es como si los colores se hubiesen deslavado, cosa que también sucede en Amores perros (Alejandro González Iñárritu, 2000) —también fotografiada por Prieto. La fotografía también se auxilia de un efectivo rejuvenecimiento digital de los protagonistas, aunque tarda un poco en hacerse imperceptible.

 

A su regreso del Frente italiano en la Segunda Guerra Mundial, Frank se ocupó como transportista (de carne) sindicalizado en el sur de Filadelfia. Sin embargo, a mediados de los cincuenta una serie de circunstancias lo llevaron a iniciar una carrera como contrabandista (también de carne) y después como asesino a sueldo para una organización criminal local. A medida que avanza en su carrera, la frialdad y la efectividad con las que ejecuta su trabajo lo convierten en la mejor opción para convertirse en el encargado de la seguridad personal de Jimmy Hoffa (Al Pacino), el carismático líder sindical de la Hermandad Internacional de Camioneros, en ese entonces el sindicato más grande de Estados Unidos con más de un millón de miembros y relacionado con la mafia en distintos tipos de negocios, particularmente en casinos. Pronto, Frank forja amistad tanto con los líderes criminales como con la familia de Hoffa. Para este papel Pacino brinda su característica actuación delirante, pero consigue varios momentos en los que se contiene hasta conmover, sobre todo en su relación con Frank. 

Peggy —Lucy Gallina de niña y Anna Paquin de adulta— es una de las hijas de Frank y también desempeña el papel de testigo, pero sobre todo juez del legado de estos hombres. Durante su infancia mira con temor a Russel en una visita al boliche y lo saluda con resistencia la mayor parte del tiempo. Quizá su intuición infantil o los rumores que circulan le indican que es un mafioso, y lo perjudicial que esa relación significa para su padre y, en consecuencia, para su familia. Aquí, a diferencia de Goodfellas (1990) o Casino (1995), la excelente actuación de Pesci no está desbordada por la locura del sociópata o por un comportamiento volátil y temperamental, sino que Russel se comporta con una maldad fría, calculadora, calmada y hasta con restos de bondad, particularmente hacia Frank.

Con Hoffa, por el contrario, el juicio de Peggy es favorable. Peggy presenta a la persona que más admira frente a sus compañeros de primaria. Hoffa, defiende una entusiasta Peggy, no tiene los típicos apodos de mafioso, ni busca “comprarla” regalando unos costosos patines de hielo en navidad como Russel, se trata de alguien honrado que ayuda a los trabajadores sindicalizados, en el fondo lo que ella quisiese que fuera su padre. Se encariña con él desde aquel día de su infancia en que ambas familias comparten una tarde de golfito y helado; cariño que mantiene hasta su adultez cuando baila con él como si fuese su progenitor en un evento en honor a su padre. 

 

La cinta está basada en el libro I Heard You Paint Houses de Charles Brandt. Se trata de una novela de no ficción que narra la vida de Frank Sheeran, un miembro del sindicato que dirigía Hoffa con presuntos vínculos con Los Bufalino, una mafia regional basada en Pennsylvania. Hace quince años, De Niro le compartió a Scorsese su entusiasmo por adaptarlo; pero varios proyectos de ambos se atravesaron y se retrasó hasta el punto que algunos actores involucrados pensaron que no se realizaría. Recientemente se han publicado algunas críticas sobre la veracidad de lo que se narra en la película, en particular sobre las fuentes del libro —no está de más leerlas, algunas interesantes se encuentran Slate o The New York Review of Books.

 

En todo caso, no tiene mucha importancia. Es ficción y tampoco hay un interés particular de Scorsese en que sea de otra forma. Se trata, en buena medida, de un análisis sobre la lealtad y la traición, resultado de la amistad de hace más de medio siglo entre el director y su protagonista. Aquí no es relevante si ciertas organizaciones criminales contribuyeron a la campaña de John F. Kennedy o entregaron armas para el ejército estadunidense y la disidencia cubana en la Invasión de Playa Girón en abril de 1961, ni si estuvieron involucradas en la desaparición de Hoffa cuando surgió una disputa por el liderazgo del sindicato. Es posible que nadie sepa con precisión qué ocurrió, ni los que habitaron entonces, como tampoco los personajes de The Irishman —al menos el director es genuino al reflejar esa ignorancia. 

 

Scorsese no busca ser exhaustivo con los detalles históricos —aunque la ambientación es estupenda y cuidada—, sino con las emociones de los personajes. Es también una reflexión sobre lo que deja uno cuando parte —incluyendo Scorsese mismo—y de aquello que se trasmite de padres a hijos, de generación en generación. El destino cruel de los mafiosos son las consecuencias de la violencia ejercida contra sus víctimas, incluyendo Peggy y sus hermanas; pero también el olvido de sus familiares y de su legado. Cuando llegan al final es como si ya no estuviesen vivos: están muertos, en una soledad más sombría que la del resto de los moribundos.

 

En otra secuencia de vuelta en el asilo se concluye la fragilidad del legado de estos hombres. Frank le muestra una serie de fotografías a una enfermera. Ella pregunta sobre la identidad de la persona que está a lado de su hija. Frank se sorprende por la pregunta. Es Jimmy Hoffa, responde. La enfermera actúa como si recordara quién es y luego confiesa que no sabe de quién se trata. Cuando se llega a ese punto, señala Frank, uno se da cuenta que el tiempo ha pasado. La enfermera lo interrumpe y continúa tomando la presión ¿Aún estoy vivo?, pregunta Frank. Aún lo está. Él asiente con una mirada triste.  

El autor forma parte del equipo editorial de CINEMATÓGRAFO.

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