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Reseña
Darkest hour
por Ricardo Cárdenas

2 de febrero de 2018

Dunkerque

Winston Leonard Spencer Churchill es una figura compleja que marcó el devenir de la historia contemporánea. De origen aristocrático, su infancia transcurrió cobijado por el ambiente familiar que rodeaba a los duques de Marlborough. Posteriormente, el ingreso a la carrera militar formaría su singular carácter y lo llevó a ser testigo directo de los grandes acontecimientos que tenían lugar a lo largo y ancho del Imperio británico. 

 

Así, participa en el sometimiento de la rebelión pastún en las fronteras de la India (1897); para después entrar en acción en la campaña de reconquista del Sudán (1898); y caer prisionero por los bóeres en la guerra que enfrentó a las fuerzas coloniales británicas en contra de los colonos neerlandeses (1899). No obstante, fue el rotundo fracaso durante el asalto a la península de Galípoli —en abril de 1915, durante la Primera Guerra Mundial y en la cual ocupaba el cargo de Jefe del Almirantazgo de la armada británica— lo que marcó la etapa temprana de su trayectoria política. 

 

Con el transcurrir de los años y el ascenso del fascismo en Europa, Churchill se dedica a escribir y a navegar entre los difíciles laberintos de la política inglesa hasta que llegado el momento, se alza como el jefe de la resistencia británica frente a la amenaza nazi durante la primera fase de la Segunda Guerra Mundial, lo que llevaría a convertirse en uno de los grandes estadistas de la historia. ¿Cómo logró persuadir a la siempre conservadora clase política inglesa de que el Reino Unido debía resistir a los nazis y desechar cualquier intento de negociación que pusiera en juego su soberanía e independencia?

 

Precisamente de eso trata Las horas más oscuras (Darkest hour), una biopic dirigida por Joe Wright —Orgullo y prejuicio (2005), Hanna (2011) y Anna Karenina (2012)— que narra esos decisivos momentos en los cuales Winston Churchill asume el cargo de primer ministro (10 de mayo de 1940), tras la renuncia de Neville Chamberlain debido al fracaso de su estrategia de apaciguamiento dirigida a negociar con los regímenes fascistas para mantener la paz en el viejo continente.

 

No queda duda que la biografía de Churchill cautiva pues ha sido llevada a las pantallas en más de 15 ocasiones —que van desde el documental The finest hours (Peter Baylis, 1964) nominado al Óscar y narrado por el mismísimo Orson Welles; hasta las breves apariciones en las célebres Bastardos sin gloria (Quentin Tarantino, 2009) y El discurso del Rey (Tom Hooper, 2010). Tan sólo en los últimos dos años, su figura ha cobrado nuevos bríos en la industria del entretenimiento ya que el león británico nos llegó a las pantallas en la casi desapercibida Churchill (Jonathan Teplitzky, 2017) que se centra en las 48 horas antes del desembarco en Normandía; Churchill´s secret (Charles Sturridge, 2016) un telefilm en el que Michael Gambon interpreta a un primer ministro sumamente debilitado tras sufrir un derrame cerebral en 1953; y en la serie The Crown (Peter Morgan 2016-2017), donde John Lithgow interpreta al astuto inquilino del 10 de Downing Street mientras una joven Isabel II acaba de subir al trono.

 

No obstante, la obra de Wright cobra especial relevancia dentro de esa amplia filmografía ya que nos muestra específicamente los días de mayo en los que la posición de Churchill no estaba afianzada ni tenía el pleno respaldo del Partido Conservador, dividido en distintas facciones las cuales conspiraban a favor de Lord Halifax, aliado de Chamberlain y quien desde la cancillería representaba la posición “suave” al interior del gabinete de guerra la cual buscaba encontrar un acomodo ante Hitler debido a la inminente caída de Francia y por ende, de toda la Europa occidental. Frente a esas amenazas, un Churchill en plena madurez y quien desde el periodo de entreguerras había cuestionado el pacifismo de Chamberlain, defiende la política del  “never give up” ante Alemania, la cual le impedía contar con el pleno respaldo de su partido y más bien lo acercaba a la oposición laborista.  

La cinta inicia con Churchill recorriendo las calles de Londres, desde la ventanilla observa el paisaje urbano, se percibe que un dilema lo invade. Y es que mientras él se encuentra en el momento más luminoso de su vida al convertirse en primer ministro, la Gran Bretaña vive momentos de angustia pues la maquinaria de guerra alemana amenaza con atacar al corazón mismo del imperio. Su elección ha causado división en su partido, hay escepticismo y no cuenta con la plena confianza del rey Jorge VI, quien duda en trasladar la corte hasta los lejanos y seguros territorios del Canadá. Churchill está atrapado en sus inseguridades y carece de todas las respuestas pues la situación rebasa la total comprensión. 

En este sentido, desde el principio Wright nos muestra las cavilaciones que embargan al político —quien en ese momento no era el mítico dirigente, sino más bien un político algo incómodo para su propio partido—, las cuales se ven alternadas por escenas donde interactúa con familiares, subalternos o miembros de la clase política. Churchill se ve sometido a grandes presiones de aquellos que buscan negociar con Alemania, lo que sumado a sus fantasmas del pasado —el desastre de Galípoli— le llevan a cuestionarse sobre si era necesario cambiar de opinión y pactar con Hitler, lo cual, indudablemente, humaniza y llena de complejidades al personaje. 

Ese será el tono que marcará a todo el filme, pues la historia se desarrolla de manera intimista y desde la óptica exclusiva de Churchill ya que nunca observamos con detalle el desarrollo de las otras posiciones al interior del gabinete británico, dejando los dilemas de la toma de decisiones exclusivamente en el primer ministro. Para alcanzar este objetivo y lograr que la película funcione, era necesario la selección de un actor que pudiera expresar todos los matices que tenía la personalidad del mítico dirigente. Por ello, resulta indudable el rotundo acierto que representó la elección de Gary Oldman para interpretar el papel del estadista.

Y es que en Las horas más oscuras, vemos a un Oldman en estado de gracia, desplegando todo su arte para apropiarse de cada uno de los gestos y las actitudes características del león británico. Él encarna el espíritu de la cinta, su presencia resulta magnética y apabullante opacando al resto de los personajes quienes, por decir lo menos, son secundarios e intrascendentes. En un especie de monólogo dirigido al espectador —y que dialoga directamente con el realizado por Tom Hardy en Locke (Knight, 2013), cinta de la cual Wright fue productor— vemos al prodigioso actor británico dar vida al dirigente con el que la Gran Bretaña enfrentó una de las horas más oscuras en su historia. 

 

Su fuerza y acierto resultan indudables, pues Oldman no escatima ningún recurso para mimetizarse hasta el más mínimo detalle que caracterizaba al dirigente: arrastra la lengua al hablar, mantiene su postura encorvada, tiene permanentemente su ceño fruncido, no deja sus inseparables puros, todo lo cual se ve reforzado por un gran trabajo técnico de maquillaje con el que el actor refleja adecuadamente la edad mayor del personaje. A pesar de que la obra no es una biopic a la usanza tradicional —esas que recorren toda la vida del personaje en cuestión— la poderosa actuación de Oldman permite afirmar que En las horas más oscuras, tal vez estemos presenciando al mejor Churchill en la historia del cine. 

 

Por otra parte, la fotografía —realizada por Bruno Delbonnel— recrea una ambientación lúgubre que transmite la sensación de estar tanto en un búnker cuanto en el parlamento. Y es que fue en ambos lugares donde se gestaron las encrucijadas que permitieron el nacimiento de la política británica de resistencia ante los nazis. Al respecto, la cinta funciona de contra espejo de la aclamada y recientemente estrenada Dunquerke (Christopher Nolan, 2017), ya que ambas cuentan la misma historia desde una perspectiva distinta: mientras Dunkerque muestra la Operación Dinamo desde la óptica de los combatientes, Las horas más oscuras nos describe ese momento a partir de lo que ocurría en los pasillos donde se maquinaba la política de Londres. 

 

Sin embargo, más allá de lo antes mencionado, lo que resulta más interesante en el filme es que resalta la atención a la importancia del lenguaje y al poder de las palabras como el espacio natural en el que Churchill se desempeñó. Vemos la actuación de un hombre político en estado puro —el zoon politikón de Aristóteles, ese elemento central que nos diferencia de otras especies pues aunque los animales y el hombre son sociales por naturaleza, solo los humanos pueden alcanzar la dimensión política que nos permite crear sociedades y organizar la vida en comunidad. 

 

Churchill —el único jefe de estado que ha recibido el Premio Nobel de Literatura— se involucra en sus discursos, corrige, analiza y vuelve a dictar eligiendo minuciosamente las palabras precisas para transmitir el mensaje adecuado que le permita persuadir a sus rivales y brindar esperanza a su pueblo en esos momentos de desasosiego. Vemos la defensa del discurso político como el principal mecanismo que cataliza la acción política, el espacio natural para transmitir ideas y generar las condiciones necesarias que permitan la defensa de los derechos de la ciudadanía. Por ende, el filme es una necesaria reivindicación de lo político, tan atacado y cuestionado en ésta época marcada por el dominio del mercado y el ascenso del discurso de odio con tintes nativistas que desprecia al otro, y que explícitamente busca empobrecer y defenestrar el buen uso de la palabra; tal y como lo estamos atestiguando con la llegada a la capital de la superpotencia global de un líder que abiertamente se ufana de hacer un mal uso del lenguaje. 

Resulta inevitable que por sus características, el filme pueda pecar de caer un chauvinismo que busca animar y dar esperanzas a sus ciudadanos ante la división que se ha gestado en la sociedad británica tras el Brexit. Y es que nuevamente volvemos a ver la cuestión de la “excepcionalidad británica”, sustentada en su condición geográfica de insularidad y que como en Children of Men (Alfonso Cuarón, 2006) nos dibuja a la Gran Bretaña como el último baluarte de la civilización occidental, ensimismada y capaz de enfrentar al resto del mundo. Lo anterior no demerita a la cinta, simplemente es un claro reflejo de la época a la que pertenece y que estamos viviendo.

 

En una de las escenas más emotivas, Churchill toma el metro para dirigirse a la estación de Westminster momentos previos a la presentación del decisivo discurso frente al parlamento. En las entrañas del London Underground, el líder conoce de primera mano el sentir del pueblo británico quienes, a diferencia de muchos miembros de la clase política, están dispuestos a luchar hasta el final en contra de la Alemania nazi. Acto seguido, Churchill entra a un parlamento que le sigue siendo hostil. Con un recinto atiborrado y que se encuentra plagado de nubes generadas por el incesante humo del tabaco, el dirigente toma la palabra y empieza a hacer uso de su principal herramienta: la oratoria. 

 

En ese decisivo discurso que cambiará el rumbo de la historia, expone que Hitler reiteradamente ha engañado al mundo pues después del Pacto de Múnich de 1938, no solo se conformó con la anexión de Checoslovaquia, sino que también había invadido a Polonia y a casi toda la Europa occidental. Por lo tanto, creerle sus ofertas de paz era más un acto de ingenuidad que una garantía de seguridad. Pero además, el armisticio que el Führer pretendía implicaba que Alemania exigiría la entrega de la Armada Real, piedra angular del sistema de seguridad británico y que por más de 400 años había mantenido el dominio de los mares. La destrucción de su flota haría que la isla quedara a merced de una futura invasión alemana. 

Además, estaba la cuestión política ya que en caso de negociar con Hitler, éste pediría la destitución del rey Jorge VI —quien había apoyado la guerra— para ser sustituido por su hermano Eduardo VIII, quien había abdicado y mostrado simpatías por los nazis. Más aún, habría una solicitud de su destitución como primer ministro para ser remplazado por Oswald Mosley, el líder del movimiento fascista británico quien en ese momento se encontraba preso. En la práctica, las posibles negociaciones de paz con Hitler —que serían mediadas por la Italia de Mussolini— implicaban la transformación de Inglaterra en un estado vasallo de Alemania.

 

Para terminar, Churchill declara: “No nos rendiremos jamás. Y por más que esta isla o buena parte de ella quede dominada y hambrienta, nuestro imperio de ultramar, armado y protegido por la flota británica, continuará la lucha hasta que, cuando Dios quiera, el nuevo mundo, con todo su poder y su fuerza, dé un paso al frente para rescatar al viejo”. El parlamento irrumpe en un estruendoso aplauso, lo que permite a Churchill obtener el tan anhelado respaldo interno. El momento —aunque previsible— no deja a ningún espectador indiferente, pues en el último acto hemos presenciando la reafirmación de Gary Oldman como uno de los mejores actores del mundo a través de la interpretación a plenitud de uno de los zoon politikón por excelencia, quien a base del uso magistral de la oratoria y la palabra logró remover los espíritus para que finalmente el Reino Unido se encontrara dispuesto a continuar la lucha en contra de la Alemania nazi hasta el final.

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