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Ensayo
Canoa
Y LA APROXIMACIÓN DE CAZALS A LA VIOLENCIA
A cincuenta años de un linchamiento
por Jorge Zendejas

4 de octubre de 2018

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El constante movimiento de las campanas de la iglesia hacía eco en la plaza principal de San José Atlán, un pequeño poblado del municipio de Huichapan en el estado mexicano de Hidalgo. 150 personas retenían a un muchacho. Según las notas de prensa del 25 de septiembre de 2015, los habitantes lo acusaban de robar dinero a los feligreses y a algunos peatones que pasaban por ahí; y, quizá aún más grave, lo creían responsable de hurtar reliquias invaluables de la pequeña iglesia del pueblo. La policía no tardó en llegar y arrestaron al sospechoso. 

Después de un par de días algunos diarios locales retomaron lo ocurrido. No sé por qué me interesé en leer otra vez sobre un suceso sin aparente importancia. No tardaron en relacionar el intento de linchamiento con las leyendas de las brujas en la localidad, y con aquel pasado de migración inglesa que va más allá de algunas tradiciones culinarias locales como los pastes. Tampoco recuerdo si fue por la indagación meticulosa de algún reportero o por entrevistas a algunos de sus protagonistas, pero lo que narraban notas posteriores divergía de las versiones iniciales. El chamaco acusado de robo en realidad no había tomado nada. Prometió a su novia amor eterno y, por tanto, como se acostumbraba ahí, también matrimonio; pero a la mera hora se echó para atrás. La familia de la novia, que ya había gastado una cantidad nada despreciable en organizar una boda, buscó al muchacho y lo retuvo en la plaza; y con la ayuda de conocidos y amigos le reclamaron su cobardía y su falta de palabra; y, desde luego, intentaron convencerlo de cumplir lo prometido. Al final hasta los municipales habían ayudado a convencerlo. 

No dejo de encontrar interesante lo que pasó en San José Atlán por la narración de historias tan divergentes sobre el mismo suceso; y, en efecto, un sentimiento de duda se apodera de mí y me indica que por lo menos algunos de los casos de violencia de los últimos años tienen probablemente otras versiones que ceden a una complejidad que medios y autoridades han intentado simplificar, no sé si para hacer más aceptables o comprensibles los hechos en sí o por flojera o desidia. 

Desde el repentino incremento de la violencia a finales de la primera década del 2000 la mayor parte de la violencia se ha atribuido al narcotráfico, a organizaciones criminales, y en menor medida a la intervención errática de las fuerzas armadas y a la fallida política de drogas del Estado mexicano. No sólo se trata de los medios de comunicación, también analistas, académicos, organizaciones no gubernamentales, empresarios y “expertos” en el tema comparten esta perspectiva. Sin embargo, estas explicaciones empalidecen cuando ocurren otros tipos de violencias, como el reciente linchamiento —ampliamente difundido en medios— de Acatlán de Osorio en Puebla en agosto de 2018, a menos de tres horas de Ciudad de México. De acuerdo con datos del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) tan sólo en los últimos tres años se han registrado mil 103 linchamientos en el país; es decir, sucesos de violencia desmedida relacionados con el ejercicio de justicia por propia mano. No sé sabe a ciencia cierta qué tipo de justicia y con qué motivaciones. Lo que parece claro es que se trata una defensa sin restricciones a las autoridades locales, y contra todo aquello ajeno a éstas y que ponga en entredicho ese orden. 

Para conmemorar el cuarenta aniversario de su estreno, The Criterion Collection restauró el año pasado Canoa: memoria de un hecho vergonzoso (1976) de Felipe Cazals, una cinta de ficción que retrata un linchamiento real que ocurrió el 14 de septiembre de 1968 —quince días antes de la Masacre del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco en Ciudad de México— en San Miguel Canoa, una comunidad a media hora del Centro Histórico de Puebla. La cinta inicia en un escritorio de un periodista de algún diario de la capital del país que recibe las noticias de un corresponsal poblano: acaba de ocurrir un linchamiento, algunos de las víctimas están graves y otras han perdido la vida. Otras imágenes nos llevan a la procesión, al velorio frente a la catedral de la capital de Puebla, donde familiares y amigos exigen justicia por lo sucedido. 

Después la aproximación de Cazals adopta un tono documental y así nos presenta información estadística sobre Canoa, su población, datos de alfabetización y sus actividades productivas: cosechan maíz, frijol, papa, trigo y haba. La mirada cambia y ahora se muestra una entrevista a un campesino como testigo de lo que está por pasar —Salvador Sánchez en una espléndida actuación—; y contrasta las cifras oficiales, nos cuenta que ya sólo se siembra maíz, que viven debiendo, peor que como solían hacerlo, y entonces entendemos un poquito más la política local: donde el cura de la iglesia es autoridad —Enrique Lucero en un papel inolvidable con esos temibles lentes oscuros con graduación— y ordena la vida de los habitantes de Canoa. Exige cuotas y controla la radio del pueblo que se escucha a través de unas bocinas (similares a megáfonos) instalados en las esquinas de las calles. 

Luego, de la mano de la ficción, vamos con las víctimas, que son funcionarios públicos en el mejor sentido del término: burócratas de la Universidad Autónoma de Puebla. Discuten en una cafetería sobre el movimiento estudiantil. Unos los apoyan, otros toman una posición alejada y distinguen entre “ellos y nosotros”. Deciden ir de excursión a la Malinche, pero la tromba los toma desprevenidos en San Miguel Canoa. Los habitantes pronto se percatan de su presencia, y los acusan de estudiantes y comunistas; y en pocas palabras emisarios del mismísimo demonio, y una amenaza a lo que ha construido el cura del pueblo con tanto empeño. 

Mucho se ha escrito y dicho sobre Canoa: desde su estilo narrativo fragmentado que intenta contemplar la complejidad del linchamiento como fenómeno social, hasta su referencia al movimiento estudiantil de 1968. Algunos han sugerido que se trataba de una crítica general y audaz, desde el cine mexicano, al régimen autoritario priista y en particular a la represión del 2 de octubre. Sin embargo, una reciente entrevista de Alfonso Cuarón a Cazals sugiere que la intención era ligeramente distinta.

Cuarón convirtió a Canoa en una referencia indispensable, como Guillermo del Toro en menor medida, desde su adolescencia. Su primer acercamiento fue en la calle. De camino cotidiano, en transporte público observaba aquel cartel —el espectacular del arcángel Miguel con la cabeza de un hombre espantado en sus manos— sobre avenida Pacífico al sur de la ciudad. Un día la curiosidad lo invadió e ingresó a una sala de cine para verla. La sensación de ver algo notable se quedó y la volvió a ver varias veces en semanas posteriores y, como él mismo ha confesado, fue uno de los motivos por los que decidió estudiar cine. Y aún influye sus películas, como el uso del narrador que otorga complejidad al viaje de los charolastras —Tenoch (Diego Luna) y Julio (Gael García Bernal)— y Luisa (Maribel Verdú) en Y Tu Mamá También (2001). 

Sin embargo, a pesar de verla cientos de veces y de varias conversaciones con su creador, hasta hace poco, aún había cosas que le inquietaban a Cuarón, sobre todo cómo era posible llevar a cabo una película así en el contexto del régimen autoritario. Algunas respuestas se encuentran en esa entrevista a la que hice referencia, que se puede hallar en línea o en la versión restaurada de la película. No tiene desperdicio. Entre otras cosas, Cazals describe la complejidad del régimen autoritario, uno en el que cabían Jesús Reyes Heroles, Jaime Torres Bodet, Octavio Paz, Rosario Castellanos o Luis Echeverría, Fernando Gutiérrez Barrios, Arturo Durazo Moreno, José Antonio Zorrilla y Fidel Velázquez. 

En 1970, dos años después de la represión estudiantil de 1968, Rodolfo Landa —como se le conocía al hermano del entonces Presidente de México— fue nombrado titular del Banco Nacional Cinematográfico. Landa tenía para entonces una larga carrera como actor en teatro y cine, por lo menos desde mediados del decenio de 1930: entre éstas El Rapto (1954) de Emilio Fernández y Ensayo de un crimen de Luis Buñuel (1955). De manera que, pese al entorno autoritario, el cine mexicano encontró un aliado tanto para la producción de cintas que promovían una apertura a temas que solían evitarse, como para otros proyectos de divulgación y desarrollo educativo para el sector: la construcción de la Cineteca Nacional o la puesta en marcha del Centro de Capacitación Cinematográfica, por ejemplo.

Este escenario favorable permitió tanto que la producción, distribución y exhibición de Canoa no encontrara obstáculos considerables, salvo la oposición de la iglesia que colocó a la cinta de Cazals y al director mismo en una larga lista de personas indeseables. Sin embargo, un Cuarón sorprendido insiste; y cuestiona a Cazals sobre cómo podía ser posible esta apertura si Landa era hermano de Luis Echeverría responsable directo de la represión del 68. Cazals reconoce la contradicción, pero sugiere que antes que nada Landa era un actor y le interesaba la industria. Y, así, cuenta que, aunque es posible que su película fuera incómoda para algunos políticos priistas, siempre contó con el apoyo del régimen para realizarla, no así películas posteriores como El Apando —basado en la novela de José Revueltas de 1969—y, sobre todo, Las Poquianchis, que causaron dolores de cabeza a los encargados de la industria en el Estado —por cierto, las tres se estrenaron de marzo a noviembre de 1976.

Pero quizá la pregunta más interesante está en el tema en sí y aquella duda que tienen algunos sobre si Canoa es en el fondo una crítica al régimen autoritario, en específico al papel que desempeñó en la Masacre del 2 de octubre, y a los actores como la iglesia o los medios de comunicación que permitían blindar las decisiones de gobierno y concientizar a la población de la bondad de las mismas: en otras palabras, si Canoa es una cinta de denuncia. Es una opinión que Cuarón, por cierto, no comparte, toda vez que considera que ésta no alude a una metáfora del 68. 

Cazals responde con calma. Se adentra, no sin evitar el tema de fondo, en el guion de la historia que surgió a partir de una aproximación inicial a las notas de prensa de su amigo y crítico de cine, Tomás Pérez Turrent, en su primer guión cinematográfico. Asimismo, cuenta la anécdota sobre como Álex Phillips Jr. se integró al equipo de filmación, como director de fotografía, dos días antes de iniciar; toda vez que el otro cinematógrafo declinó al proyecto. El control maestro de Phillips Jr. en la cámara nos obsequia esas inolvidables tomas de claros oscuros, donde la luces y las sombras nos llevan de la mano durante los momentos de suspenso que anteceden a la tragedia: como aquella memorable imagen en la que vemos la silueta borrosa del cura, que se confunde con un ser demoniaco, desde los ojos de una de las víctimas. Por otra parte, también se trata de colocar al espectador en un lugar alejado de los hechos y detenerlo para que reflexione. En un momento de la película, justo antes de iniciar el linchamiento —cuando una multitud rompe con un hacha una puerta— Cazals corta la secuencia y se transmite una entrevista dos días después con el cura que, por supuesto, se deslinda de los hechos.

Cazals retoma la pregunta y defiende a Canoa como lo que es: un testimonio de un linchamiento. Como tal contribuye a entender los motivos detrás del suceso del 14 de septiembre de 1968. No es como se ha dicho en otros lugares una película de protesta o sobre el 68, sino una aseveración sobre un episodio muy particular sin mayores pretensiones o aspiraciones. De cualquier forma, no deja de ser interesante que una película se acercara a entender más un hecho violento que diagnósticos gubernamentales o privados, y hasta análisis académicos, en los últimos doce años —y, en efecto, también más que algunas cintas recientes muy olvidables. Por eso, no está de más retomar Canoa. Quizá se encuentren algunas respuestas que permitan comprender la violencia contemporánea en una cinta indispensable para el cine mexicano. 

El autor forma parte del equipo editorial de CINEMATÓGRAFO.

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