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Ensayo
BEN-HUR Y LA REAFIRMACIÓN DEL CINE COMO EL SÉPTIMO ARTE
por Ricardo Cárdenas

13 de abril de 2017

Dentro del amplio catálogo de filmes que año tras año reaparecen con motivo de Semana Santa, hay uno que tiene un lugar especial: Ben-Hur, dirigida por William Wayler en 1959. Una gran épica cinematográfica basada en la novela homónima, publicada en 1880, del escritor estadunidense Lewis Wallace —un general partidario de la Unión durante la Guerra Civil en Estados Unidos.

Si bien la historia de Ben-Hur había sido llevada a las pantallas de cine en 1925 por el director Fred Niblo, la versión cinematográfica más famosa, la de Wayler, obtuvo un monumental presupuesto por parte de la MGM que ascendía a 15 millones de dólares —hasta ese momento el mayor que se había otorgado—, eligiendo a Italia como principal escenario para la filmación.

El proyecto fue deliberadamente inmenso ya que la industria cinematográfica enfrentaba un desafío mayor. En aquellos momentos la audiencia en la salas de cine decaía aceleradamente ante el surgimiento de nuevas formas de entretenimiento como la televisión. Por ello, Hollywood no escatimó recursos y apostó por una mega producción para volver a captar la atención de los espectadores. El resultado fue una epopeya colosal, sin el menor indicio de mesura, que sigue haciendo eco en nuestra época gracias a su excelente manufactura y a una impresionante narrativa visual que se sostiene a lo largo de sus más de 3 horas 40 minutos de duración.

Durante la filmación se estima que participaron 350 actores con diálogo, 50 mil extras, se montó el circo de Jerusalén a tamaño natural con una capacidad para 25 mil personas, 300 decorados distintos, 15 mil diseños de vestuarios. Toda una proeza.

Ben-Hur se desarrolla en múltiples dimensiones, logrando conjugar al mismo tiempo elementos que la hacen ser el clásico cinematográfico que rescató a Hollywood, otorgándole nuevamente su posición como una industria capaz de despertar experiencias sensoriales ingentes, atraer a grandes públicos a las salas cinematográficas y, de paso, consolidar al oficio cinematográfico como el séptimo arte. En este sentido, ¿qué elementos se pueden resaltar de un clásico que todos han visto y por el cual se han vertido ríos de tinta durante los últimos 58 años? Tal y como se anunciaba en los carteles de promoción, en su momento Ben-Hur representó la narración de la más grande historia jamás contada en el cine. 

La obra sigue estando vigente pues toca temas imperecederos que van desde la injusticia, el amor, el poder, la venganza, la fe y los milagros. Así, Ben-Hur es la historia de una amistad traicionada, al mismo tiempo que nos muestra el camino de un hombre hacia la redención mediante la exhibición de sus miedos y sufrimientos, experimentando una catarsis que lo llevará finalmente a alcanzar el perdón.

Y es que en principio, el escenario es por demás sugerente: en el año treinta de nuestra era, el todopoderoso Imperio romano gobierna con puño de hierro a la diminuta Judea, una remota provincia donde sus habitantes esperan con ansias la llegada del Mesías quien los liberará del dominio romano. Las revueltas están a la orden del día, por lo cual se designa a Mesala (Stephen Boyd) como nuevo jefe militar, antiguo amigo de la infancia de Judá Ben-Hur (Charlton Heston), protagonista de la historia quien es un respetado aristócrata judío, gracias a su buena posición económica y a ser un fiel creyente en la fe de su pueblo.

Lo que en principio parecería ser el reencuentro de dos viejos amigos, termina derivando en una tragedia: Mesala quiere utilizar a Ben-Hur para calmar la insurgencia judía, mientras que éste se niega a traicionar los principios y las demandas de los alzados, lo que deriva en un rompimiento y posterior encarcelamiento de Ben-Hur y su madre (Martha Scott) y hermana (Cathy O´Donell). A partir de ese momento, un deseo de venganza se apodera de Ben-Hur, quien sufrirá todo tipo de experiencias en su búsqueda de obtener justicia.  

Uno de los elementos centrales que el filme plantea es el choque sobre las visiones del mundo que tienen los protagonistas, tomando un cariz especial cuando ante la pregunta de un centurión romano sobre cómo se combate una idea, Mesala responde contundentemente que con otra idea. Y es que para Mesala, el mundo es Roma y sus ideas deben imperar ante los demás pueblos sometidos.

Pero la inmortalidad de la obra también se ve reflejado por el profundo impacto estético que otras escenas nos han legado, pasando a formar parte del imaginario colectivo de nuestra época. La primera de ellas es la monumental carrera de cuadrigas, toda una proeza cinematográfica la cual durante nueve minutos mantiene una tensión épica y requirió los mejores avances tecnológicos, así como tres meses exclusivamente para su rodaje.

 

De más está señalar el profundo simbolismo que se exhibe en cada segundo de la escena: una enorme estrella de David cuelga en el pecho de Judá, mientras en las gradas árabes y judíos, en comunión, lo apoyan eufóricamente para dar una lección al arrogante imperialismo romano. La victoria de Judá ante Mesala finalmente le mostrará que la venganza no es el camino hacia la redención y la paz que busca. 

 

Otro de los momentos cumbres radica en la visita al Valle de los Leprosos, en la cual Judá busca a su madre y hermana contagiadas con la mítica enfermedad. En particular, me resulta impactante la trasmisión de emociones que causa el reencuentro. Así pues, ante esta realidad, Judá queda devastado y se empieza a cuestionar su fe. Se enfrenta a Poncio Pilatos, entonces gobernador de la provincia para renunciar a su ciudadanía romana pues considera que Roma es una afrenta a Dios y es la causa de la ruina tanto de Mesala como de su familia. En su búsqueda de respuestas, Judá recorre desesperadamente con su madre y hermana leprosas las calles de Jerusalén, donde tiene lugar el juicio del predicador de Nazaret.

 

Su muerte y crucifixión —aunado que Judá se percata que es ese mismo hombre quien en algún momento le dio de beber agua— convierten a éste en un nuevo seguidor de la fe cristiana. El milagro de la conversión se confirma con la curación de su madre y hermana enfermas, lo que finalmente lo llevará a encontrar la redención mediante el seguimiento de la nueva fe que surge en Judea. En este sentido, a pesar de ser una película profundamente religiosa, la obra mantiene un equilibrio muy logrado. Por ejemplo, el rostro del Mesías jamás se muestra con la intención de no restarle protagonismo a Judá. Además, esta neutralidad permite que aquellos que no profesan una fe le puedan brindar el significado que quieran.    

Asimismo, Ben-Hur es un gran fresco histórico de la sociedad en Judea donde tuvo lugar el surgimiento de múltiples profetas, entre ellos Jesús de Nazaret. Los momentos milagrosos del filme pueden conmover hasta al más escéptico de los espectadores. Mención especial merece la espléndida música compuesta por Miklos Rozsa, una de las grandes partituras creadas en la historia del cine y que permiten redondear a Ben-Hur para ser considerada como una de las grandes obras cinematográficas de todos los tiempos.

 

Gracias a la conjunción de todos estos elementos, durante más de cuarenta años fue la máxima ganadora de los premios Óscar con 11 estatuillas, distinción que solo comparte con Titanic (James Cameron, 1997) y El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey (Peter Jackson, 2003). Así pues, Ben-Hur puede ser considerada una de las principales obras que rescató de la quiebra a la industria cinematográfica estadunidense, a la par que transformó la forma en cómo se hacían las grandes producciones de dimensiones monumentales.

En importante insistir en el hecho de que la película estableció una clara diferencia con la narrativa visual de la televisión, principal competidor del cine como entretenimiento masas, al recuperar al lenguaje cinematográfico, la edición y la conjunción con efectos sonoros como principales artífices de su majestuosidad; una que solo podía experimentarse en una sala de cine. Esto consolidó su reputación del cine como como el séptimo arte y permitió rescatar a aquellos espectadores que había dejado de acudir a las salas.

A pesar de que han transcurrido casi sesenta años desde su estreno, Ben-Hur se consolida como una obra inolvidable, con un poderío visual impresionante que aun hoy deja perplejos a espectadores alrededor del mundo. Y es que en un mundo donde lo fugaz y efímero se impone, Ben-Hur se mantiene a contracorriente, pues su épica colosal exige la atención que muchas veces no estamos dispuestos a otorgar. Sin duda, quienes decidan volver a ver Ben-Hur —o verla por vez primera— se llevarán una experiencia sumamente estimulante, puesto que su  grandilocuencia ha trascendido con éxito el paso de seis décadas.

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