Ensayo
Apuntes a un año y medio de la La Land
por Pablo Andrade y Ricardo Cárdenas
25 de abril 2017
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Hace año y medio que vi La La Land (Demian Chazalle, 2016) por primera vez. La cinta venía generando muchas buenas opiniones entre los críticos especializados, quienes veían en ella todo un homenaje al cine romántico hollywoodense de antaño, a los grandes musicales, al jazz y al amor juvenil, irracional y apasionado que tanto enarbolamos en nuestras producciones culturales occidentales. La cinta de Chazalle —quien previamente había dirigido la famosa Whiplash (2014)— me gustó desde el principio; me transportó a un mundo audiovisual que, hay que decirlo, ya conocía pero que me resultó tan encantador como si no lo hubiese visto ya mil veces en muchos otros planteamientos cinematográficos.
Hoy, año y medio después, La La Land me sigue gustando; tal vez ya no tan desaforadamente como al principio, pero sí lo suficiente para planear nuevos visionados, disfrutar sus simpáticos protagonistas —Ryan Gosling y Emma Stone— su impresionante fotografía con luz californiana y su más que agradable soundtrack original. Sin embargo, también me doy cuenta de que La La Land me gusta por una razón aún más simple: me encanta la repetición de historias y arquetipos en el cine.
Tal vez haya que decir que ser cinéfilo se trata en gran medida de ser amante de la repetición. Se puede acceder a un tipo de placer bastante peculiar en el visionado repetido —y en muchos casos obsesivo— de una película en particular, incluso de escenas específicas que gracias a los reproductores digitales podemos ver una y otra vez hasta el hartazgo. Pero también, nos encantan los grupos de películas que nos cuentan las mismas cosas, una y otra vez, casi con la misma historia, los mismos personajes, los mismos actores, los mismos arcos narrativos e incluso con tomas muy parecidas —nadie me negará que una de las grandes actividades lúdicas de los cinéfilos consiste en hacer listas de nuestras películas favoritas y una de los criterios para hacerlas es por temas: “películas de amores imposibles”, “películas con héroes lastimados por su pasado”, “películas sobre rituales de paso”, “películas sobre el coming of age”, “películas de Steven Spielberg”, o “películas con Juliane Moore”, entre otros.
En el fondo La La Land, como cualquier otra película de homenaje, busca ser una repetición total tanto de estilos como de historias y arquetipos, y eso la convierte en una cinta fácil de apreciar y admirar; al grado que mucha gente se sintió “enamorada” con el drama romántico de Chazalle protagonizada por Gosling y Stone. Lo anterior no hace que película sea mala desde mi punto de vista, sino que tal vez la inscribe en la categoría de películas que suelen nublar la razón del espectador —y de la academia gringa— para llegar directo al corazón.
La discusión sobre si La La Land es una obra maestra o un fiasco más del sistema hollywoodense continua muy presente en mi círculo de amigos hasta el día de hoy. Personalmente creo que la cinta no es tan buena como algunos dijeron —llevándose premios inmerecidos como el Oscar a Mejor Director y Mejor Actriz en la edición 2017 de la gala—, pero tampoco es tan mala como sus detractores dicen. Pero si estamos puestos a ponernos de un lado o del otro, sin duda me inclinaría por decir que La La Land es una gran película de Hollywood, con grandes valores de producción, bien dirigida, actuada, fotografiada y musicalizada, y que da un golpe contundente directo en ese rincón del corazón en el que guardamos el recuerdo de amores imposibles.
Al final, creo que el cine se trata precisamente de eso: de ir a espacios oscuros a ver una obra audiovisual que nos encierra en nosotros mismos con la esperanza de salir conmovidos o sensibilizados de alguna forma u otra; y es que el cine sigue siendo un gran antídoto ante la discapacidad emocional de la época moderna. Ya nos dirá el tiempo si La La Land se consolida como una película de culto entre las nuevas generaciones, o si pasados unos años el asunto se olvida, y seguimos en nuestra búsqueda de nuevos héroes y heroínas... de ese amor romántico que muchos criticamos, pero que seguimos consumiendo como si de azúcar se tratara.
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Pero además de la historia de amor, de ilusiones y sueños que Chazelle va desplegando en la pantalla, hay otra historia que transcurre de manera paralela y que se desarrolla a la par de los protagonistas. Así, desde que se apagan las luces y en la pantalla aparece la palabra CinemaScope —en homenaje a ese sistema de filmación bajo el cual fueron rodadas varias de las cintas más emblemáticas de Hollywood de la época de oro—se tiene la sensación de que la cinta irá más allá de una simple historia de amor. Y es que en La La Land vemos una reflexión sobre el amor, las aspiraciones y los sueños que rodean a nuestras vidas, pero sobre todo vemos —como se indica desde el mismo título—una oda a una ciudad que no deja indiferente a propios y extraños.
La potentísima escena inicial sirve de preámbulo a lo que habrá de venir: en un magistral plano secuencia la radio anuncia otro día soleado típico de Los Ángeles. Se escucha el ensordecedor sonido de los cláxones a causa de un embotellamiento en una de las cientos de autopistas que discurren por el sur de California. Repentinamente los agobiados conductores salen de sus carros, y empiezan a bailar y celebrar que hay “Another day of sun.”
Conforme se va desarrollando el número musical, aparecen rostros de distintos orígenes étnicos: asiáticos, latinos, afroamericanos, blancos. Al fondo, se asoma el perfil de la ciudad californiana que celebra su multiculturalidad con ese desfile de nacionalidades. Y es que California, más que cualquier otro lugar de Estados Unidos, es extremadamente multiétnica y sigue siendo un imán de inmigración en el cual ningún grupo poblacional tiene mayoría absoluta. La escena es, pues, un claro guiño a esa condición multirracial.
El filme acierta desde el título pues la expresión La La Land —juego de palabras con la abreviación de Los Ángeles—habla de la urbe californiana como la principal protagonista que cubre cada segundo del metraje. Y es que en esa ciudad, la ciudad del cine, la tierra de los sueños —el sueño americano, a veces cumplido, en la mayoría de los casos inconcluso y sepultado— es el punto de partida para retomar la nostalgia por el Hollywood de la edad de oro y exaltar a la ciudad actual: la multirracial. La que para descubrirla hace necesario tomar el coche y enfrentarse a un tráfico infernal; la de aquellos que se atreven a enamorarse sin cortapisas. Chazelle hace un homenaje a ese lugar y a esa forma de vida.
Cada plano, cada secuencia, es un poema hecho en honor a ese lugar: una declaración del director de su devoción por Los Ángeles, la ciudad de las estrellas. La fotografía —a cargo de Linus Sandgren— resulta inolvidable ya que logra captar tanto los atardeceres de tonos violáceos que dominan los firmamentos californianos, cuanto los planos en sombra tan típicos de los musicales clásicos. En este sentido, uno de los grandes méritos de la obra es que logra reinventar la estética y la mirada de la que probablemente sea la ciudad que más veces haya sido filmada y llevada a las pantallas de cine. Esto no es algo fácil de alcanzar, pues muestra una nueva narrativa visual de Los Ángeles, la ciudad que “todo lo venera y no valora nada”, como se asoma en una de las frases que mejor definen a la urbe protagonista de la cinta.
Los símbolos y la iconografía angelina llenan de colores la pantalla para impregnarnos la retina: Echo Park, Santa Mónica, Pasadena, gorras de los Dodgers, Mia (Stone) recorriendo los viejos naranjales —hoy extintos al ser devorados por la voraz expansión de la mancha urbana— son algunas de las imágenes que se quedan grabadas en la memoria acompañadas de una música que potencializa la sensación de estar directamente con los protagonistas en su viaje lleno de sueños e ilusiones.
Y como no podía ser de otra forma tratándose de Los Ángeles, Mia y Sebastian (Gosling) buscan alcanzar sus sueños a través de un recorrido en el que cada uno nos muestra uno de los rostros de la urbe californiana. Uno que a pesar de sus particulares perspectivas, termina siendo único; porque comparada con otras ciudades, Los Ángeles no es una ciudad turística a la usanza tradicional, donde se vaya a ver un legado arquitectónico relevante. Allí a lo que se acude es para ver la historia del cine.
En este sentido, la ciudad que Mia nos muestra es la del cine clásico de Hollywood, resultando ser un deleite para todos los cinéfilos. En los estudios de la Warner, donde la joven aspirante a actriz trabaja en una cafetería, vemos la ventana donde Humprey Bogart e Ingrid Bergman se asomaban durante la mítica cinta de Casablanca (Michael Curtiz, 1942). Por otra parte, su primera cita con Sebastian tiene lugar en el Teatro Rialto, convertido en un cine independiente donde exhiben la célebre Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955). El lugar —construido en 1925 y cerrado en 2007— es uno de los espacios icónicos de la ciudad. Cuando la pareja pasea por los estudios, y se detiene ante la filmación de una cinta, hace una clara referencia a uno de los musicales icónicos: Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952).
Por su parte, la ciudad que vemos de la mano de Sebastian es una rodeada de los sonidos melancólicos del jazz. Es un tipo que vive para el jazz. Su pasión por la defensa del estilo clásico, el estilo que está muriendo y que mira con impotencia, lo hace pelearse con el mundo que lo rodea. Su primera reacción al saber que a Mia no le gusta el jazz, es llevarla al mítico "The Lighthouse Cafe", un lugar donde en su momento tocó Miles Davis. Las referencias a Charlie Parker también son constantes a lo largo de la cinta, a quien Sebastian escucha conduciendo su Buick Riviera convertible (el coche por excelencia para recorrer las autopistas de la soleada California).
Pero ante todo, Chazelle elige con profunda maestría dos lugares icónicos de la geografía angelina para regalarnos las que tal vez sean las escenas más memorables del filme. En la curva de Cathy´s Corner —enclavada en las montañas donde se encuentra el letrero de Hollywood, las que separan el valle de San Fernando del centro de la ciudad—, y bajo un atardecer de antología, los protagonistas bailan al estilo tap mientras cantan una melodiosa “A lovely night”. La química entre ellos no deja lugar a dudas de que estamos frente a dos actores con estilo y en estado de gracia, que parecerían haber sido sacados desde el Hollywood de la edad de oro.
El segundo momento tiene lugar en el Observatorio Griffith cuando la pareja, en pleno romance, empieza a bailar y paulatinamente se va elevando hacia el firmamento. La metáfora no podía ser mejor: es justo en el lugar con la mejor vista a la ciudad de las estrellas. Ahí se rodó el clásico The birth of a nation (D.W. Griffith, 1915) que marca la pauta del cine moderno; y es donde se desvela la parte oculta de la ciudad, aquella que se esconde en los sueños de sus habitantes y quienes, al igual que el protagonista, susurran al viento: “city of stars, are you shinning just for me?”.
“La gente ama lo que a otros les apasiona” le dice Mia a Sebastian. Esa frase puede ser la principal lección que nos deja La La Land, una cinta maravillosa que consigue lo que su director se propone: hacernos soñar a partir de alcanzar por un instante lo que todos anhelamos y que justifica una vida entera. Es una de esas películas de época que se agradecen, porque más allá de una historia de amor —que resulta no tener un final tan feliz como hubiéramos deseado—, nos permite vivir una ensoñación musical para alejarnos, aunque sea unos momentos, de la realidad. Es magia pura llevada al celuloide.