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Reseña
Una vida oculta
TEOGONÍA ALPINA

por Luis Alfonso Gómez Arciniega 

13 de agosto de 2020

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Para Christina
Recuerdo una mañana lluviosa de verano en la estación central de Múnich. Un pianista, de nombre y fisonomía noruegos, nos llevaría, como parte de un curso, a visitar la última morada de Richard Strauss en Garmisch-Partenkirchen. La noche anterior habíamos asistido a una representación de Elektra en el Teatro Nacional. Ese día soñé que intentaba escapar de las entrañas de un cetáceo (noir). Cuando por fin se abría un resquicio de luz a la distancia, divisaba a una Clitemnestra prerrafaelita blandiendo un hacha furiosamente (rouge)… Ya recuperado de aquella visión, en el trayecto contemplaba cómo las maravillas del paisaje bávaro se amplificaban en las gotas de lluvia adheridas a la ventana del tren. Recuerdo muchas cosas de la casa de Strauss: un vitral opalescente con Dafne convirtiéndose en laurel, un sombrío retrato elaborado por Max Liebermann, imágenes religiosas, relojes de madera, cornamentas… pero nada me impresionó tanto como la omnipresencia de las montañas: en cada ventana, las soberbias crestas afiladas; detrás del resplandor matinal, fauces talladas en piedra; emergiendo de la bruma, picos coronados de zafiros.
 
Franz (August Diehl) y Fani Jägerstätter (Valerie Pachner), los protagonistas de la película más reciente de Terrence Malick, conforman un matrimonio que habita una granja idílica en Sankt Radegund, al pie de unas montañas alpinas (como las de Garmisch-Partenkirchen, pero en Austria). Inspirada en sucesos reales, la cinta marca el tono desde el inicio con una cita del filósofo danés Søren Kierkegaard: “El tirano muere y su reino termina; el mártir muere y su reino comienza”. Después se suceden imágenes de Triumph des Willens (1935) —la famosa obra propagandística de Leni Riefenstahl—: la llegada de Hitler al congreso en Núremberg, los rostros expectantes, las manos alzadas en saludo romano y la fachada gótica de la iglesia de Nuestra Señora.  
En una de las primeras secuencias, Fani recuerda que conoció a Franz llegando a una fiesta del pueblo en motocicleta. Unos tarros de cerveza más tarde, ambos bailaban alegremente canciones regionales. El milagro ocurre al amparo de las montañas. A pesar de lucir como una suerte de anacoreta sumido en contemplaciones místicas, Franz es un hombre amoroso que juega con sus hijas en la pradera y observa con profunda ternura a su esposa —sorprende que August Diehl haya interpretado en Inglourious Basterds (2009) al sagaz Sturmbannführer de las SS que desenmascara la emboscada en la secuencia del sótano. En su sencillez bucólica, Fani irradia una belleza arcana: ojos intensamente azules, sonrisa piadosa orlada por cabellos castaños, cintura realzada por curvas ondulantes, manos expresivas que imploran al cielo o arrancan abrojos en desesperación... El azul ultramar de la mirada es aún más luminoso en contraste con el cielo encapotado sobre los tejados y las colinas. 
Cada imagen transmite el vínculo inquebrantable de los protagonistas con el terruño: guadañas segando rítmicamente el trigo, gavillas de siembra dorada bajo cielos aneblados, fuentes de piedra cinceladas con los siglos, cruces de términos inmemoriales, toscas máscaras danzantes en el carnaval, cuerdas vibrantes de la campana en la iglesia, prendas tremolantes tendidas a secar, ruedas de madera animadas por arroyos cristalinos… Las habitaciones custodiadas con crucifijos y mobiliario rústico; los resplandores rococó en la iglesia y los claroscuros de un cerdo colgado de una viga en el establo (memento mori) complementan la escenografía. La luz divina atraviesa la intimidad doméstica en rayos dorados, pero en esa estancia donde Fani juega con las niñas también hay una claridad de mañana terrenal que, teñida con vegetación montaraz, entra por una ventana y se proyecta como rescoldo suave en la pared de un hogar modesto. Afuera, la vida comunitaria se rige por un calendario ancestral: faenas agrícolas, fiestas de la cosecha, la Noche de San Juan, Fronleichnam... 
En cada secuencia, Malick ha ocultado, “para quien tenga ojos para ver”, alusiones bíblicas: el sembrador, el trigo y la cizaña, la semilla de mostaza, la oveja perdida, la levadura… Al mismo tiempo, la cinta puede interpretarse como el camino de la Pasión. Las escenas de martirios, milagros o episodios evangélicos suceden con extraña naturalidad en las calles del pueblo o en las prisiones berlinesas, y los personajes sagrados se mezclan armoniosamente con los ciudadanos comunes. El encargado de traducir estas parábolas en imágenes con luz natural fue el alemán Jörg Widmer. Y el milagro lo completa James Newton Howard, entrelazando el sonido de campanas, los cencerros del ganado y la tormenta en el descampado con música de Johann Sebastian Bach, Georg Friedrich Händel y Arvo Pärt. 
El paraíso terrenal de los Jägerstätter se ve amenazado con la anexión de Austria al Tercer Reich. Al principio, la vida del pueblo cambia poco: algunos hombres se enlistan en el Ejército y los rumores llegan a cuentagotas. Pero algo se ha quebrado. Franz escucha por la grieta voces del infierno: soldados saquean negocios, el Estado extermina inocentes, el Ejército agrede a otros países… mientras éste se desgarra en un durísimo ejercicio de autoconciencia, el pueblo entero se decanta por el nacionalsocialismo. El granjero bíblico contempla horrorizado cómo los otrora amables vecinos se transforman en adoradores de un culto pagano. Cambia el lenguaje: Volksgemeinschaft (“comunidad popular”), Volksverräter (“traidor al pueblo”), unser Führer (“nuestro líder”). Cambia la sociedad: quienes cultivaban el campo en armonía, ahora presumen la pertenencia a una comunidad ancestral indivisible. Dioses nuevos exigen ritos nuevos. Iluminados por el fuego de la hoguera, los sabios del pueblo exigen nuevos sacrificios. Un funcionario municipal alcoholizado lo expresa con claridad: “Las razas inferiores han caído tan bajo, que no pueden darse cuenta de su degradación”. Franz contempla la teogonía sin arredrarse: no le asombra el “retroceso al mundo de las supersticiones”; le repugnan los ídolos sanguinarios que pretenden suplantar al Dios caritativo. No busca desarmar con lógica radicalismos ofuscados, ni siquiera hace el esfuerzo por predicar en la plaza pública; le basta con asumir en soledad una liturgia más humana.
 
En algún punto de la cinta, un tribunal militar juzga a Franz por traición en una sala tapizada de cruces gamadas y jueces simpatizantes del partido. ¿Puede haber “justicia” en ese recinto? ¿Es esta burda escenificación el culmen de la racionalización estatal? ¿Es este orden el que se vanagloriaba de haber dejado atrás la superstición rural? Incluso en estas horas amargas hay espacio para otro milagro: Bruno Ganz —moribundo cuando lo llamaron a filmar— aparece como una suerte de Pilato incapaz de salvar a Franz de la furia del pueblo. El abogado es reiterativo: “firma el juramento”, “nadie te obliga a respaldarlo en los hechos”, “son sólo palabras”. Uno de los jueces le espeta, a voz en cuello, que considera indignante que un pueblo se sacrifique en el frente para salvar a un egoísta. Los más cínicos le advierten que el sacrificio será un gesto inútil que pocos llegarán a conocer. Franz escucha en silencio las variopintas “concepciones éticas”. Lo suyo es, en palabras de Max Weber, una ética de convicciones (Gesinnungsethik): nada depende del contexto, todo es inamovible.
 
Es de sobra conocido que el director estadunidense ha llevado su carrera por derroteros poco convencionales. Como el personaje de Franz, Malick ha aceptado con estoicismo el caudal de críticas que ha recibido por la “lentitud de las tomas largas” o “el hermetismo de sus historias”. No han faltado quienes se refieren a su producción despectivamente como “sermones”, “pastiches de imágenes con voces susurrantes” o incluso quienes lo reducen a un burdo evangelizador. Las dudas provienen incluso de los actores —Sean Penn manifestó su extrañeza por aparecer unos minutos en The Tree of Life (2011). En ese sentido, esta nueva entrega seguramente no le ganará adeptos, ni hará cambiar de opinión a sus detractores. La apuesta es aún más osada: entre los seguidores empedernidos habrá quien conceda que su repertorio de recursos cinematográficos ha perdido el hechizo. También podría decirse sin pudor que el afán de Malick por construir un santo oculta las caídas del ser humano Franz Jägerstätter: los rumores del hijo fuera del matrimonio o los conflictos con otros personajes del pueblo por su carácter obstinado. Pero estas omisiones no merman la calidad del filme ni los giros novedosos del guion. 
Para empezar, en A Hidden Life (2019), el cordero sacrificial no es un civil indefenso, perteneciente a una “raza inferior”, sino un hombre que, a primera vista, encarnaría el ideal ario. Los victimarios tampoco son hombres sin escrúpulos asesinando inocentes por diversión, sino campesinos bonachones que denigran a Fani; jueces pusilánimes incapaces de revertir injusticias; sardos mediocres que, lejos del frente, propinan brutales golpizas a presos indefensos. Apoyado en esta caterva de personajes, Malick cuestiona abiertamente dogmas incrustados en el sentido común: “el amor a la tierra deriva necesariamente en un nacionalismo virulento”, “el catolicismo rural fue la semilla de la obediencia al Partido nacionalsocialista”, “la personalidad autoritaria comienza en una educación religiosa”.
Por otro lado, las opiniones vertidas en torno a esta producción permiten dirigir la mirada al aspecto más luminoso de la cinta.[1] Una reseña, por ejemplo, describía la película como “poética y profunda”, pero con minutos sobrantes. Otra remataba: “Los personajes humanos parecen importarle menos que los accidentes geográficos, y eso hace difícil que nos importen a nosotros”.[2] Estos veredictos son la mejor prueba de que el mensaje del director que dejó inconclusa una tesis sobre Heidegger no ha terminado de agotarse. Las quejas traslucen la vocación antropocéntrica de la Filosofía occidental que Heidegger denunciaba. Lo importante, tanto para el cineasta como para el filósofo, no está en “los personajes humanos”, sino en esos destellos de luz en las hojas, en el sonido de la siembra o en el vínculo amoroso entre la pareja. Lo sagrado es visible a los ojos de la fe y lo visible atestigua en su perfección el milagro de la creación del mundo. Si para Heidegger lo esencial sólo era accesible mediante el lenguaje poético, Malick ofrenda la belleza de los amaneceres en las montañas como alternativa. Es curioso, por cierto, que el filósofo de cabecera de Malick, afiliándose al Partido Nacionalsocialista, haya tomado el camino contrario a Franz Jägerstätter. Cada quien elige altares distintos para depositar ofrendas… 

El autor es estudiante de Doctorado en Ciencia Política en la Universidad Ruprecht Karl de Heidelberg en Alemania. Colaborador y amigo de CINEMATÓGRAFO. Actualmente realiza una estancia de investigación en el Instituto Ibero-Americano (IAI) del la Fundación Patrimonio Cultural Prusiano (SPK) en Berlín.

REFERENCIAS

[1] Fernando Zamora, "«Una vida oculta»: poética y profunda, pero engolosinada", Milenio, 20 de marzo de 2020.
[2] Nando Salvà, "«Vida oculta»: nuevo sermón de la montaña de Malick", elPeriódico, 5 de febrero de 2020. 

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