Krzysztof Kieslowski (1941-1996) fue un director polaco recordado y aclamado por la miniserie El Decálogo (1989), su película La doble vida de Verónica (1991), y su trilogía Tres Colores: Azul (1993), Blanco (1994) y Rojo (1994). Estas obras constituyen una referencia para todo aquel que le guste el cine. Siempre habrá un maestro, amigo o familiar que diga “te recomiendo El Décalogo”, o “mi favorita es Rojo”. La trilogía estaba en la sala de mis padres y recuerdo la caja porque me daban curiosidad los colores. Ahora bien, un aspecto menos conocido e igualmente importante en la vida de Kieslowski fue su carrera como documentalista, género al que le dedicó casi veinte años. Entre fines de los sesenta y principios de los ochenta grabó más de veinticinco documentales, casi todos en blanco y negro.
Todas mis películas, de las primeras a las más recientes, son sobre individuos que no saben exactamente cómo conducirse, que no saben exactamente cómo vivir, que no saben exactamente qué está bien y qué está mal y están buscando desesperadamente. Buscando respuestas a preguntas tan básicas como: ¿Para qué es todo esto? ¿Por qué levantarse en las mañanas? ¿Por qué acostarse en la noche? ¿Para qué levantarse de nuevo? ¿Cómo pasar el tiempo entre un despertar y otro? ¿Cómo pasarlo para ser capaces de rasurarse o de arreglarse tranquilamente por la mañana. [1]
Kristof Kieslowski
A pesar de ser secuencias breves —el más corto dura seis minutos y ninguno más de una hora— estas obras cinematográficas revelan grandes verdades sobre el mundo de la posguerra. Son historias sobre Polonia: retratos de la vida durante el comunismo, historias de las ciudades industriales, minas, fábricas, estaciones de tren y oficinas de gobierno. También son las historias de obreros, doctores, bailarinas, soldados, mineros, trabajadoras de la industria textil, miembros del partido. Hay algo hipnótico y conmovedor en cada uno de ellos, por su realismo, sensibilidad, agudeza y conciencia histórica. Casi todos se pueden encontrar en Youtube, por cierto, y creo que valen mucho la pena.
Cuando Kieslowski iba a la escuela de cine en Lodz, algunas cosas de la ciudad en la que vivía le parecían inverosímiles; que hubiese tarifas adicionales para la gente que transportaba sus esquís en el tranvía, o llevara consigo rebanadores de coles, por ejemplo [2]. Otras eran un tanto más crueles; con sus amigos de la universidad jugaba todos los días a ver quién acumulaba más puntos antes del desayuno, la manera de hacerlo era contar cuántas personas sin extremidades encontraban en el camino. Una persona sin brazo era un punto, sin una pierna dos, un ciego valía cinco y un “tronco”, es decir, una persona sin brazos ni piernas valía veinte. Mucha gente se había quedado manca o coja, no por la guerra, sino por las condiciones arcaicas de las fábricas textiles, o porque el espacio entre el tranvía y la pared era diminuto y había muchos atropellamientos. Kieslowski recordaba la ciudad como: “un lugar cruel e inusual, singularmente pintoresco, con sus edificios deteriorados, escaleras deterioradas, gente deteriorada” [3]. En esa decadencia abundaban personajes excéntricos, lúgubres, esperpénticos, similares a los que aparecían en películas de Fellini, aunque a él siempre le gustaron más los “monstruos comunistas” de su pueblo. Era el entorno perfecto para un cineasta ávido de contar historias. Kieslowski decía: “[c]uando terminé la escuela de cine escribí una tesis llamada La realidad y el filme documental, en la que argumenté que hay tramas e historias en la vida de todas las personas. ¿Así que, para qué inventar tramas si ya existen en la vida real? Sólo tienes que filmarlas” [4]. No era necesario inventar o fabricar, sino ordenar la realidad mediante una cámara y un micrófono, dándole un nuevo sentido, pero respetando su esencia. Lo más fascinante de los documentales de Kieslowski es la capacidad para contar historias de la nada, de darle una cualidad épica a sucesos perfectamente cotidianos. Los temas parecen aburridos, pero son todo lo contrario.
La Oficina (1966), como lo dice su nombre, sucede en uno de esos espacios de gobierno detestados por muchos. La cámara muestra a las personas que hacen fila para llegar al mostrador, desde el punto de vista de los trabajadores que los atienden. Mientras la cámara enfoca rostros desilusionados y abatidos, escuchamos a una señorita que repite instrucciones con voz monótona y maquinal. Habla de las formas y los sellos, de los comprobantes y las hojas. Le reprocha a un señor por haber presentado el sello circular y no el sello cuadrado. El señor le responde que sí trae el cuadrado, pidió los dos por si acaso. La cantidad de formas resulta absurda, es gracioso, pero también triste. Más rostros desvalidos, hay personas cuyas vidas están al borde del abismo y una decisión burocrática representa la diferencia entre comer y no comer ese mes, recibir una beca para que los niños estudien, o cubrir los gastos funerarios de un esposo que acaba de fallecer. Vemos anaqueles repletos de documentos y sobres. Vidas enteras condensadas en archivos desordenados. Es una experiencia cercana para cualquiera que haya ido a una oficina de gobierno, podría haberse grabado hoy en día, aunque la estética del papeleo desordenado y excesivo sea más representativa de otra época.
Se escucha la voz de una señora mayor:
— Acabo de salir del hospital, ¿cuándo recibiré mi pensión? No tengo con qué mantenerme.
La señorita del mostrador responde:
— Es muy fácil. Puede solicitarla ahora. Llene la forma. Sólo indique todo lo que ha hecho a lo largo de su vida.
Kieslowski retrató con maestría la sociedad en la que vivía. Lejos de ver el cine como una profesión glamurosa, alejada de la sociedad, veía en el cine la posibilidad de describir y explicar fenómenos sociales. Una vez que encontraba un lugar, objeto o sujeto, él y su equipo lo grababan obsesivamente, permanecían en locación hasta largas horas de la madrugada y pasaban mucho tiempo con las personas que entrevistaban. En ese sentido, Kieslowski tenía un interés por describir cada situación con precisión antropológica. Un documental fantástico que retrata este punto se llama Curriculum Vitae (1975), un corto de ficción grabado como documental. Kieslowski recreó una reunión del órgano de control interno del Partido, en la que se delibera la permanencia de uno de sus miembros. Al protagonista de la historia se le acusa de coludirse con los trabajadores durante una huelga, así como de no haber respetado a las autoridades correspondientes. A lo largo de la reunión es claro que no se está juzgando el hecho concreto, sino toda su vida. Se le pregunta por su familia, su trabajo, su relación con los obreros y su joven amante. Es evidente desde un inicio que no lo van a restituir, los jueces buscan justificar su decisión mediante el análisis de sus conductas privadas. Lo cuestionan por haber renunciado a su trabajo en la mina por considerarlo muy difícil, insinúan que es flojo y no le gusta trabajar. Uno de los miembros del comité lee la carta de una señora — la madre de su amante— que escribe preocupada por el bienestar de su hija, a quien educó como una buena persona y reconoce que este señor la pervirtió. Le preguntan si considera que esa conducta es digna de un miembro del Partido. Él responde con una frase muy Kieslowski: “[s]ólo soy humano. A veces eso pasa en la vida, uno se enamora y pierde el control de sí mismo”. Los miembros del comité llegan a la conclusión lógica de que no es una persona adecuada para representar a la organización.
Un aspecto fascinante de este documental es el realismo con el que retrata a los miembros del comité; ellos, así como el protagonista tienen sus razones para actuar así. En ningún momento los ridiculiza, ni cree que todos sean malos. Esa actitud forma parte de un intento por entender y empatizar, más que adoctrinar. Kieslowski documentó cómo eran las juntas en esos órganos de control y reunió cientos de testimonios para realizar este corto. Rescato una frase suya que me parece importante:
Hay dos formas de tratar estos asuntos. Una es decir: los odio y lucharé contra ellos hasta que muera. Y entonces peleas. Pero mi actitud no es esa. Mi actitud es todo lo contrario. Mi actitud es: incluso si sucede algo que no está bien, incluso si alguien está actuando mal, entonces tengo que tratar de entender a esa persona…Por supuesto, no me gustan los miembros del Comité de Control del Partido y creo que eso se ve en la película. Pero aun así, trato de entender cómo trabajan y por qué actúan de la manera en que lo hacen… Por supuesto, pudo haber sido más fácil mostrar a un burócrata tonto que una persona que tiene sus razones, pero estaba más interesado en esto último. Es así en muchas de mis películas, y creo que para mí, como cineasta, es la única manera factible de hacer las cosas [5].
Un aspecto fundamental es la edición, mediante ella se consigue crear tensión entre lo que se dice y lo que se ve. En Estación (1981) Kieslowski graba cómo es un día en la estación de trenes de Varsovia; ahí vemos que algunos esperan sentados, otros parados, van al mostrador, compran un boleto o se quejan porque el tren viene retrasado. Hay cortes a las cámaras de seguridad, la novedad son los casilleros que uno abre insertando una moneda. La edición es sencilla pero muy efectiva. La cámara enfoca a un presentador de televisión que da las noticias de la tarde y habla del vasto potencial económico del país. Después hay un corte para mostrar a las personas de la estación, pero ninguna parece estar consciente de la bonanza a su alrededor. Así como la voz maquinal de la señorita en La Oficina desentonaba por completo con el ambiente general, lo mismo sucede con la voz del presentador de televisión. Hombres y mujeres aguardan su tren, se ven cansados, resignados, sin mucha ilusión de lo que viene. Se observa una sociedad más seria, solemne, menos obsesionada con el lujo. Vivir significaba una modestia obligada. Y esa tristeza que refleja Kieslowski, es más bien resignación, la de una señora áspera, cetrina, vieja, que no hace grandes aspavientos. Hay estoicismo más que nada. Sin embargo, no deja de ser apasionante o conmovedor el drama humano de todos los días.
Uno de mis documentales favoritos fue Yo era un soldado (1970), sobre hombres polacos que pelearon en la Segunda Guerra Mundial y perdieron la vista durante el combate. Hablan sobre la ceguera y lo que para ellos significó dejar de ver. Al despertar a oscuras en un hospital, muchos quisieron quitarse la vida y pidieron a enfermeras y doctores que los inyectaran, que los dejaran morir. El trabajo y la familia, dice la mayoría, fue lo único que los salvó. El entrevistador les pregunta sobre sus sueños. ¿Cómo y qué sueña un ciego? Algunos ven bosques, huertos, patos, flores, otros sueñan con personas, con sus familias, con situaciones del pasado o con eventos imaginarios; ninguno sueña en blanco y negro. Uno de ellos dice: “A veces en mis sueños veo cosas que nada tienen que ver con mi pasado… A veces sueño que soy un ciego paseando con un palo blanco, pero entonces puedo ver que alguien está parado delante de mí, esperándome, aunque se supone soy ciego. Yo nunca he tenido un sueño en el que no pudiera ver”.
NOTAS Y REFERENCIAS
[1] Danusia Stok (ed.), Kiéslowski on Kiéslowski, Londres, Faber and Faber, 1993, p. 79.
[2] Ibid, p. 45.
[3] Ídem.
[4] Ibid, p. 63.
[5] Ibid, p. 59.