Confieso que no asisto al cine. Me enferma el contacto con los humanos, me desesperan sus reacciones, su impuntualidad, sus ruidos y, sobre todo, esa maldita desesperación de salir corriendo como apestados apenas se lee la palabra: fin. Así que, ante estas eventualidades, ustedes entenderán el milagro que significa para mí que una cinta como Dolor y gloria (2019) de Pedro Almodóvar logre dialogar con su audiencia: la sala llena y las reacciones multitudinarias prácticamente las mismas; emoción ante los reencuentros, expresiones de horror y risas generalizadas. Fue verdaderamente milagroso.
Almodóvar nos tenía acostumbrados a la construcción de personajes y dramas eternamente femeninos y a decir verdad son los que mejor le salen: mujeres neuróticas, destructivas, intensas, descaradas y siempre al borde de un ataque de nervios. Pero también hay que decirlo: mujeres falsas, inalcanzables, estereotipos enfundados en Armani y Chanel. Adictas al drama, al psicoanálisis y a la medicación, una que atenúa los sentidos y las conduce a la mansedumbre.
Claro que en los años ochenta esa representación femenina resultaba disruptiva; y contestataria en una España que recién se liberaba del yugo franquista. En este auge libertino aparece Almodóvar y crea nuevos estereotipos con su glam punk-rock encarnado en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), opera prima que marcaría un estilismo basado en el desencanto, la sensualidad y sexualidad femenina: desbordada, oprimida, pero siempre presente y centelleante.
El cometa cinematográfico despegó. Sorprendería a la crítica con: ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), La ley del deseo (1987) y Átame (1989). En 1988 pisaría fuerte con Mujeres al borde de un ataque de nervios, una histérica comedia donde la neurosis y el estilazo de sus protagonistas crearían tendencia. Se iba formando el ejército de chicas Almodóvar con Carmen Maura a la cabeza, la debutante que sería pieza clave para la obtención del Goya de ese mismo año. Pero también nacería un sello narrativo en el que la intensidad femenina sería el eje de sus historias, lejanas de la moralidad y cercanas a Hedda Gabler, la mujer monstruo que ideara Henrick Ibsen.
La década de 1990 y el principio del nuevo milenio lo consagrarían como uno de los cineastas españoles más reconocidos de todos los tiempos. Así, tenemos obras como Tacones lejanos (1991), Todo sobre mi madre (1999) —cinta galardonada con el Oscar a mejor película extranjera— y Hable con ella (2003) con la que también ganaría, esta vez en la categoría de mejor guion original.
Pasarían los años, algunos dicen que veinte, para que Pedro Almodóvar volviese a sorprender a su audiencia y a la crítica. La llegada a las pantallas internacionales de Dolor y gloria (2019), un ejercicio que él mismo ha tildado de intimísimo, casi confesional, lo han colocado de nuevo en aquello que llamamos la meca del cine. En esta ocasión Almodóvar dejó de lado la superficialidad del universo femenino que había construido; miró hacia dentro, se aventó el tenebroso viaje de introspección.
El resultado ha sido la exposición visceral de un creador que tiene como columna vertebral una profunda huella de dolor, una que le atraviesa de centro a cabeza: la falta de reconocimiento de la madre, el descubrimiento de sus deseos, la primera y más importante partida de corazón, la añoranza que implican las glorias pasadas y el ineludible enemigo íntimo que representa esa personalidad desesperantemente excéntrica para sí mismo.
En esa soledad desoladora encontramos a Salvador Mallo, interpretado de manera impecable por Antonio Banderas. Es impecable porque supera la tentación de la imitación y en cambio se decanta por la apropiación del personaje, que no es otra cosa que el álter ego del mismo Pedro Almodóvar. A través de Mallo vamos experimentando esta historia que es entrañable en todo momento, pues no es sólo un vistazo a su soledad, también es una estocada a la agridulce relación que tiene con su madre, a los momentos claves de su infancia que requirieron sacrificio; y todo ello enmarcado en una fotografía que vuelve cada momento más personal, equilibrado, sin caer en lo barato de la cursilería, pero capaz de hablar por sí misma.
Al salir de la sala, después de los apestados, pensé que definitivamente Dolor y gloria era la mejor película de Almodóvar; pero eso es injusto, señalarlo así sería negar la revolución cultural que ocasionó en su país. Entonces me lo pensé mejor, y es aquí donde decido ser optimista, e imaginar que, precisamente con Dolor y gloria, Pedro Almodóvar (con 69 años de vida) inaugura otro estilo para contarnos sus historias: uno más íntimo y menos superficial.