Nota: el texto presenta spoilers de una película que no debe spoilearse: La aldea (2004) de M. Night Shyamalan. Se invita, a quien no lo haya hecho, a verla primero y leer el texto después.
A fines de 1918 el sacerdote vienés Martin Gusinde acudió a la Tierra del Fuego, en la punta de Sudamérica, para documentar la vida de grupos indígenas amenazados, como los selknam. Gusinde utilizó una cámara fotográfica para mostrar al mundo aquella comunidad, de lo que resultaron más de 900 fotografías que recuerdan la vida de los fueguinos originarios. Entre ellas hay un puñado de imágenes que muestran un ritual central en la vida de la comunidad selknam, el Hain. Consistía en que, mientras mujeres y niños se quedaban en casa, los hombres se congregaban para ser poseídos por espíritus y éstos salían por la noche a amenazar a los niños que se portaban mal. Gusinde pudo captar a varios de estos espíritus en sus fotografías. Por supuesto, como le explicaron una vez que se ganó la confianza de los selknam, en realidad los espíritus eran los hombres disfrazados y pintados, en un ritual que ponía a prueba la tenacidad de los niños, su obediencia y la de las mujeres —quienes, por cierto, nunca supieron que los espíritus eran falsos.[1]
Ninguna sociedad está exenta del terror en su búsqueda por una vida mejor, que en principio se cree más pura. Los ritos de control social y cultural, la construcción social de lo permisible y la delimitación de las prácticas diarias ocurren en toda sociedad, de una u otra forma, tanto para producir sentido como para sobrevivir. A la invención de una tradición siguen las formas en que la sociedad se apropia de ella, donde produce y reproduce su "cultura", para dar sentido al todo. La centralidad de la falacia en la construcción social requiere afianzarse para producir resultados moralmente superiores, “deseables” para el grupo dominante.
Acaso en el cine pocas películas hayan retratado con mayor fidelidad, y de manera muy inteligente, esa tensión —los límites culturales de una sociedad, la artificialidad de la invención— como La aldea (The Village, 2004), de M. Night Shyamalan. Vista a la distancia no resulta una película memorable casi para nadie, sino más de culto. No obstante, acaso en su momento la crítica cinematográfica resultó un tanto injusta hacia el argumento, a partir de una mera desilusión superficial con la trama.
No voy a decir que esa crítica injusta se deba a que Shyamalan sea un “incomprendido”. Se ha destacado tanto por buenos trabajos —The Sixth Sense (1999); Split (2016)— como por cintas francamente malas —Lady in the Water (2006); The Happening (2008)— que abusan de plot twists (“finales inesperados”) forzados y que resultan aún más ridículos sin un guion medianamente creíble (¿niños que interpretan La Verdad mediante cajas de cereal, en serio?). Hasta la irrupción de James Wan en el género del terror, Shyamalan sabía asustar. The Sixth Sense fue el prototipo del filme terrorífico con un plot twist más digerible y profundamente memorable y original.
La aldea es distinta: no busca asustar, sino que usa el terror como disfraz —literalmente—, no de un giro forzado, sino de la representación de toda una cosmovisión. Y en eso recae su valor. El tráiler y la primera hora del filme buscan hacernos pensar que se trata de una película de terror más, lo que parecería obvio tratándose de Shyamalan. No es así. Precisamente el director hace con nosotros, los espectadores, lo que “Los Mayores” (“The Elders”) hacen con el mundo que crean en la cinta: nos engaña. Pero no de forma banal, no a la fuerza, no porque sí: se nos engaña para, eventualmente, producir sentido y valor, para dejarnos pensando en temas más trascendentales.
Quiero pensar que el origen de la decepción generalizada en la crítica a La aldea está en el giro al final, que es tan impredecible, choca tanto con la expectativa que uno se forma en los primeros tres cuartos de la cinta, y a primera vista se presenta como algo tan extravagante, que uno se enoja. Le pasó a Roger Ebert: “cuando descubrimos el secreto queremos rebobinar el filme para que no sepamos el secreto jamás”.[2] Y se vale enojarse. Pero ese enojo demuestra una enorme desatención hacia cómo se va construyendo la narrativa para llegar allí, que es donde recae la inteligencia del guion. Criticar toda la película por el giro final (que ni siquiera es, a mi parecer, el punto nodal de la cinta) resulta francamente visceral. En realidad, La aldea es una cinta que debe verse obligatoriamente, al menos, dos veces —y eso también le confiere valor.
El argumento central se presenta así: en el año 1897, los aldeanos de Covington habitan en una sociedad pequeña, cerrada, aislados en el claro de un bosque, al estilo amish. La razón es que sus fundadores (Los Mayores) huyeron años atrás de diversas tragedias —asesinatos de familiares, codicia y maltrato— y otros males de la supuesta “civilización” que padecieron en carne propia en “Los Pueblos” (“The Towns”) cercanos que rodean el bosque. Nadie en la aldea tiene permitido salir de ella, en principio para no regresar a la maldad de Los Pueblos, pero también resulta imposible huir porque en el bosque habitan criaturas (“Those We Don’t Speak Of”) extrañas, enormes, malvadas y sobrenaturales con las que hay una antigua tregua: los aldeanos no van al bosque y Las Criaturas no entran en la aldea.
Ignoro si Shyamalan tenía en mente el Hain de los selknam, pero la similitud hacia la forma primordial de control social entre los habitantes de la aldea es llamativa: como relatará luego Edward Walker (William Hurt) a su hija Ivy (Bryce Dallas Howard), Las Criaturas no existen. Se trata de Los Mayores disfrazados, quienes cada tanto salen a asustar por las noches a sus seres queridos y demás habitantes de la aldea para que el mito siga vivo y no haya ningún pretexto que implique volver a Los Pueblos. Cuando uno ve el tráiler, se trata de una película de terror en que hay seres terroríficos que asustan mucho a los aldeanos indefensos. A media película sabemos que no.
Al final, sin embargo, se descubre un secreto aún más revelador. Covington no vive en el siglo XIX sino en el XXI, en una reserva natural inviolable bajo una zona de exclusión aérea —todo pagado por Walker, quien fuera hijo del hombre “más rico de Los Pueblos”, asesinado por su socio en un acto de avaricia. Los Mayores son originalmente personas que se conocieron en la década de 1970 en un centro de asistencia psicológica para lidiar con la pérdida violenta de sus seres queridos. Walker, profesor de historia norteamericana, convence a los demás afectados de construir el proyecto de la aldea y retirarse a una vida más pura, bajo el disfraz de la “inocencia” —si es que tal cosa existía— de las pequeñas comunidades que había en el siglo XIX.
Es, de hecho, la idea de "inocencia" la que tiene un papel determinante en el desarrollo de la trama. La búsqueda de ese valor, de esa pureza en el proyecto original de Walker, trae aparejadas sus propias culpas. El antihéroe de la película es, en realidad, el personaje que se presenta como el más inocente, Noah Percy (Adrien Brody), un chico “juguetón” con cierto desorden mental, pero también el único que se emociona al ver el color rojo y hablar de Las Criaturas. Noah es el único factor de espontaneidad en la aldea, donde todo sigue una vida ritual precisa, de cronómetro. Será él —como no podrá ser otro— quien altere gravemente el orden social, pero también quien dé sentido a la vida en ese lugar.
Noah, enamorado de Ivy, decide apuñalar al prometido de ésta, Lucius Hunt (Joaquin Phoenix), cuando se anuncia el casamiento de ambos. Se trata del primer crimen en la historia de la aldea, la primera vez que un habitante agrede a otro. Ivy, en un acto de amor, pide permiso a Los Mayores para ir sola a Los Pueblos y obtener medicinas que curen a su amado convaleciente, arriesgando su vida frente a Las Criaturas pero, sobre todo, ante la violenta sociedad de aquellas comunidades. Ivy es ciega, por lo que enviarla allá es de una crueldad apabullante, pero el juramento que hicieron Los Mayores de nunca más volver impide que vaya uno de ellos. Para alentar a su hija, Walker le revela que Las Criaturas no existen. Ivy emprende el viaje ante la desaprobación del resto de Los Mayores, quienes discuten con Walker, pero él insiste en enviar a su hija sabiendo que, al ser ciega, no podrá ver el mundo real una vez que llegue a Los Pueblos, y que probablemente se apiadarán de ella. Su misión es entregar una receta médica a la primera persona que encuentre, pagar en especie —en la aldea no existe el dinero— y volver con las medicinas.
Paralelamente al mito de Las Criaturas, se desarrolla otro misterio en la aldea, que Los Mayores no se consiguen explicar. De vez en cuando aparecen animales muertos, despellejados, de la nada. En público culpan a “Those We Don’t Speak Of”, pero en privado no saben qué está ocurriendo. Cuando Ivy se va al bosque y se encuentra a uno de los supuestos monstruos, al que logra engañar y hacer caer en una fosa profunda, se intersecta el desvelo de ambos misterios. La criatura que Ivy mata era Noah, quien usaba uno de los disfraces que encontró en el sótano donde estaba recluido tras apuñalar a Lucius. Era él quien despellejaba animales debido a su locura y su atracción por el color rojo. Esto se sabe sólo por medio de un diálogo muy rápido, en el que la madre de Noah grita “¡los animales!”, pero no es fácil de discernir para el espectador desatento. Shyamalan demanda atención hasta en el más mínimo detalle.
Desde su inocencia, también, pero sin saberlo —ciega al fin—, es Ivy quien resuelve el conflicto principal. Pese a que ella y Noah son los dos personajes físicamente discapacitados de la aldea, Ivy simboliza pureza mientras que Noah simboliza egoísmo. Una inocencia (“buena”) se impone a otra (“mala”). Es de un simbolismo abismal ver, primero, en una toma fantástica desde el aire, a Ivy en su capa amarilla (el color de la luz y la sabiduría) en medio de un campo de bayas rojas, asediada por el color de la maldad; segundo, minutos después del enfrentamiento, ver a Noah, el antagonista, morir dentro del disfraz de un monstruo, bañado en la sangre que tanto lo atraía. La simbología de cada toma, la expresividad visual que adquiere esta tensión, es por entero poderosa.
Y es la inocencia, una vez más, la que permite a Ivy volver a la aldea y salvar a su amado. Al llegar a Los Pueblos, conforme cruza una cerca hacia el siglo XXI, se topa con un guardia de la reserva, Kevin, quien se queda prendado de ella: de su vestimenta, sus formas lentas, su belleza y su lenguaje anticuado. Ivy lo termina de impresionar al decirle que “hay bondad en su voz”. Así como Noah era una excepción en la aldea, Kevin es una excepción en Los Pueblos: un buen muchacho, la última persona que Ivy esperaba encontrarse en aquel coto de maldad. Al final le consigue las medicinas y no duda en ayudarla para volver a la reserva. Desde luego, como trasfondo está una historia de amor, de muchos amores, pero La aldea logra bogar hacia buen puerto sin caer en melosidades —sea o no creíble la trama en la lógica más rancia.
La última escena es memorable. Para empezar, por la fotografía: una larga toma en la que Los Mayores permanecen inmóviles rodeando a Lucius y sólo vemos a través de la puerta abierta a los aldeanos correr de alegría en segundo plano porque Ivy regresó, en un contraste filmográfico sublime. Es más memorable, sin embargo, porque el guion completa el argumento. Un joven anuncia a Los Mayores que Ivy ha vuelto, que encontró a una de Las Criaturas y la mató. Los padres de Noah rompen en llanto, sabiendo que se trata de su hijo. La tensión es profundamente asequible. Walker interviene: “Lo encontraremos. Le daremos un entierro digno. Diremos que lo mataron Las Criaturas”. La mentira, pasando por encima del dolor y la tragedia, vuelve para coronarse al final y seguir dando coherencia a ese proyecto social. Después de todo el sufrimiento, nadie piensa en claudicar. Walker dice a los padres de Noah: “Su hijo ha hecho que nuestras historias sean reales. Noah nos ha dado la oportunidad de seguir con esto, [sólo] si eso es algo que aún queremos”. Todos se ponen de pie en asentimiento.
A esa construcción tan exacta de todo un mundo, de sus fantasmas y sus inocencias, hay que agregar sin duda los aditamentos que le dan vida aparte del guion. En primer lugar la música de James Newton Howard —aclamada por los críticos como lo “rescatable” de la película—, que adorna la pureza de la aldea, pero también sus tensiones, por medio de violines que se desenvuelven en arpegios bellísimos. La fotografía brillante de Roger Deakins da coherencia visual a cada elemento, creando escenarios mediante largas tomas que sitúan la bondad, la maldad y el misterio en su lugar ideal. Las actuaciones, particularmente las de Howard (en su primer papel estelar a los 23 años) y Brody, sobresalen por su naturalidad, junto con Phoenix y Hurt siempre a la altura.
En conclusión, La aldea nos enfrenta con nuestros propios demonios. Shyamalan no sólo juega con nuestra lógica y con la de su argumento inicial, sino que reta al espectador, precisamente, a sobrellevar ese enojo con el giro final, a poner atención en cada toma. Tampoco resulta algo tan relevante que la aldea viva en medio del siglo XXI. Si bien intenta darnos una lección moral —que la sociedad urbana moderna es terrible—, no es acaso la idea que habría de retenerse de la película, y es allí donde la crítica se desvió al tomar el todo por la parte. Lo que a mi juicio tendría que quedarnos después de ver La aldea (la segunda vez) es esa construcción tan precisa de una realidad alterna, la originalidad del mundo que Shyamalan crea independientemente de su destino. Visto así, no me queda duda de que se trata de una de las mejores películas de la década pasada —y que sus críticos pecaron, precisamente, de una profunda inocencia.
REFERENCIAS
[1] Fernando Escalante Gonzalbo, “Las fotografías de Martin Gusinde”, Atrévete a saber, 2018: https://aprende.org/comparte/ipv18x. El tema ampliado puede consultarse en Anne Chapman, Drama and power in a hunting society: the Selk’nam of Tierra del Fuego, Cambridge, Cambridge University Press, 1982.
[2] Roger Ebert, “The village”, 19 de julio de 2004: https://www.rogerebert.com/reviews/the-village-2004.